Columna de Claudio Alvarado: El gobierno del pueblo (¿o de las cúpulas?)
En estas mismas páginas, y en el marco del proceso constituyente en curso, los profesores María Cristina Escudero y Jaime Baeza han defendido un “nuevo régimen de gobierno para Chile”. Su análisis abarca temas relevantes, como la necesidad de fortalecer el Congreso Nacional y aumentar la cooperación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Me temo, sin embargo, que hay diversas formas de enfrentar esos desafíos. Y más importante aún, que se olvidan los riesgos inherentes a un abandono del régimen presidencial.
En efecto, no se trata simplemente de que esto sea un “tema casi tabú” o intocable porque así “lo dictaría la historia de Chile”. El punto es más bien el siguiente: la articulación de un régimen político exige una reflexión situada. En abstracto, los diversos arreglos presentan defectos y virtudes. Pero, tal como ha recordado recientemente el historiador Joaquín Fermandois, la “adopción de uno u otro sistema depende fundamentalmente de una cultura que surgió al hilo de la práctica continuada”. Dicha cultura expresa principios y valores compartidos y, en último término, sostiene la legitimidad de las instituciones.
Todo esto adquiere suma actualidad al reparar en la crisis que explotó en octubre de 2019. No es casual que uno de los diagnósticos más reiterados desde entonces sea la constatación de una fractura entre política y ciudadanía. Si algo distingue hoy a la sociedad chilena es precisamente una profunda desconfianza hacia las élites y, en particular, hacia los políticos profesionales (del color que sean). ¿Sería razonable, en este contexto, sustraer del voto popular la elección del jefe de gobierno? Y, si mantenemos la elección presidencial, ¿conviene pensar en un jefe de Estado electo por millones de votos, pero sin las atribuciones propias del Presidente de la República tal y como lo conciben nuestros compatriotas? Porque, guste o no, eso implicaría el tránsito a fórmulas parlamentarias o presidenciales.
Estas prevenciones no surgen de la nada: para notar el problema, basta recordar el recelo que genera la sustitución de una vacante en el Congreso por parte de las directivas de los partidos. Mientras la ciudadanía objeta la concentración del poder en pocas manos —de ahí la pertinencia del ánimo descentralizador—, los mismos dirigentes desacreditados y cuestionados por su ensimismamiento serían vistos como los artífices de una doble operación. Por un lado, quitándole a la ciudadanía su derecho a elegir al gobernante y, por otro, dotando de más poder a las cúpulas partidarias. Sería muy paradójico que la mayor movilización social desde el retorno a la democracia desemboque en ese resultado.
Cuando en marzo el politólogo Cristóbal Bellolio defendió (razonadamente) en redes sociales su opción por un régimen parlamentario, el periodista Daniel Matamala le respondió agudamente: “De acuerdo en teoría. Pero, en el Chile real, con la desconfianza y falta de representatividad que tenemos en el Congreso y los partidos, ¿lo ven viable? ¿Los votantes aceptarían como legítimo un Gobierno nombrado o caído por una negociación entre presidentes de partido?”. Y es que, a fin de cuentas, ninguna de estas advertencias tiene que ver con derechas o izquierdas. Se trata de observar con cuidado nuestra realidad política, examinar atentamente las percepciones ciudadanas y tomarse en serio el arraigo de ciertas instituciones en la población. Esta semana es un momento privilegiado para recordarlo.
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