Cansados, agobiados, estresados: seis historias en cuarentena
Debemos estar dispuestos a librarnos de la vida que habíamos planeado, para poder vivir la vida que nos espera (Joseph Campbell).
Pasan las semanas y las historias de cuarentena evolucionan en el mundo y en mi consulta. Así, mientras en el mundo exterior la humanidad vive una realidad compartida -algo que Joseph Campbell anunció que iba a ocurrir décadas atrás debido al cambio climático-, en el mundo interior de mi consulta las historias giran en torno al miedo, el aislamiento, el aburrimiento, la soledad y la rabia. Esa es la base y sobre ella, surgen problemas asociados a las comunicaciones, las relaciones y la tecnología.
Problemas, extrañamente nuevos y familiares a la vez. Mitos, de todos los tiempos.
Cristián, a modo ejemplo, me dice que ya no soporta verse en cámara mientras habla con su jefe, clientes y colegas. “No sé que me pasa, pero me miro todo el rato mientras hablo y me encuentro pálido, viejo, feo. Supongo que a todos les pasará algo parecido, pero esto de mirarse tanto me tiene mal. Todo el rato estoy analizando las cosas que hago y digo. Me paso películas verdaderamente idiotas y pierdo mucho tiempo en esto. El otro día, después de terminar una videoconferencia con mi equipo, me giré en la silla y vi unos calcetines tirados en el suelo y me psicopateé pensando si los demás se habrán dado cuenta y en lo que habrán comentado entre ellos. ¡Me pasé horas dándole vueltas a esta webada!”.
Olivia, quien lleva una cuarentena semi-voluntaria de seis meses -llamada examen de grado-, está asustada con el fin de las restricciones anunciadas. “Nunca pensé que me iba a pasar esto, pero cuando anunciaron que se acababa la cuarentena, lejos de alegrarme, me puse muy nerviosa. Y no solo por el coronavirus y el contagio, sino porque me acostumbré a estar encerrada y no me quiero imaginar todo lo que implica volver a salir a la calle. Entiéndeme, igual me aburro y desespero, pero también es rico esto de manejar tus tiempos, que todo pase a metros de distancia y no tener que pensar en qué ponerte para salir. Después de una vida yendo a clases, esto de manejar mis horarios ha sido un regalo. Además, desde que empezó a ponerse seria la cuarentena, ya no era la única encerrada, sino que ahora estaban todos como estudiando el examen de grado conmigo. ¿Estoy muy mal?”.
Pedro, acostado en su cama, me dice que esta semana colapsó. “Tengo la suerte que en mi casa todos siempre hemos sido bien autónomos y de pocas peleas. Mis viejos siempre se han llevado bien y con mis hermanos hemos tenido mínimos roces, pero con la cuarentena mi viejo empezó a estar muy irritable. Estaba ultra estresado con la pega y con mi abuela, así que en un punto decidió traérsela para la casa, pues ya no daba más de estar de un lado para otro. Mi abuela se quejaba harto por teléfono, pues estaba acostumbrada a vernos todos los fines de semana y a salir con sus amigas prácticamente todos los días. Al principio la solución fue buena, pero la primera que empezó a hacer cortocircuito fue mi vieja. Mi vieja como que se freakió con mi nona en la casa y mi papá estaba super incómodo, pues las dos se quejaban de la otra con él. Y como el weón estaba estresado se empezó a poner idiota con nosotros y yo le paré el carro. Después de pelearnos quedé mal. Me sentí muy culpable y fue peor cuando mi viejo se disculpó. Creo que ahí me fui a la mierda”.
Elena, alumna de cuarto medio, echa de menos el colegio, sus amigas y a su abuela. “No es lo mismo. Hablamos todo el rato por teléfono, pero ya no hay mucho que contar. Cada vez pasan menos cosas y salvo una arrancada a ver a un pololo o a visitar a una amiga, son cada vez más fomes las conversaciones. Al principio hablaba con cámara, pero ahora prefiero que no, así puedo estar haciendo otras cosas. A veces hasta me siento mal, pues mientras hablo con una, chateo con otra y veo historias de Instagram a la vez. No me concentro, no me concentro en nada y cuando me baja la angustia, echo de menos a mi abuela, que todos los días nos venía a ver. Yo no estaba siempre con ella ni la pescaba todo el rato, pero era rico saber que estaba ahí y que siempre podías hablar con ella. Traía o cocinaba cosas ricas, se tomaba un té tras otro, tejía y hacía reír a mi mamá y a la nana con sus historias. Era como el lugar de encuentro. Y ya no está”.
Margarita, está agotada. “Al principio, con esta cuestión del teletrabajo, estaba desesperada. ¿Cachai lo que es trabajar con tres cabros chicos matándose al otro lado de la puerta? Tuve que inventarme una oficina donde no aparecieran juguetes ni nada muy personal. Me carga esto de que vean tu casa, tu living, como que nada que ver que tus clientes entren en tu vida privada. ¿Seré muy rollenta? Mi jefe me dijo que era esto o esto, y claro, no había mucho margen y después, cuando finalmente encontré un rincón privado en mi casa, tuve que contratar un nuevo plan de internet porque las videollamadas se me caían a cada rato. Solucionado esto, me quedé sin nana y mi marido, como buen doctor, brilla en la clínica y nunca está en la casa. Más encima el weón quiere que empatice con él. Entiendo que es su trabajo y que estamos en una emergencia, pero es muy difícil trabajar y parecer profesional cuando tienes tres niños en la casa y una mamá que te llora por teléfono porque se siente sola y ninguna de sus hijas la ha ido a ver”.
Felipe ya hizo los números y bajó la cortina de su negocio. “Ya hice la pérdida. Ya venía mal después del estallido social y ahora literalmente corté por la sano y cerré. Se acabó. Tengo para pagar sueldos y finiquitos de aquí a fin de mes y algo más. Mis ahorros me permiten pagar este semestre el colegio de los niños, colegio que por lo demás no baja un peso la mensualidad y si me aprieto el cinturón al máximo, llego hasta fin de año. Igual las crisis traen cosas buenas. La Vale, por primera vez, me reconoce que nunca pensó que iban a ser ciertos todos mis temores, pues según ella, mi problema es que soy cagado y pesimista. Ahora, que mis peores fantasías se han hecho realidad, no solo estoy contento por estar vivo, sino que he recibido el reconocimiento de ella, de su familia y de muchos que pensaban que exageraba. Las personas que trabajaban conmigo están agradecidas, pues fui transparente en todo momento y les anticipé con meses que esto podía pasar. Y pasó y saben que hice todos los esfuerzos. No pude más y ahora me encuentro con mi oficina en un par de cajas que no quiero ni mirar. De 10 años de trabajo, es todo lo que me quedó y si no fuera por mi señora, que me paga estas sesiones, no tendría ni a quien contarle mi historia, pues a nadie verdaderamente le interesan estas tragedias. Es como si tuviera el coronavirus”.
Así, después de una semana de consultas virtuales y de noticias que sostienen la incertidumbre, agarro el libro Los Mitos, de Joseph Campbell. Lejos de las pantallas, de los audífonos y de los cables, respiro sobre un sofá y me paseo en esta compilación de conferencias que este célebre mitógrafo estadounidense dictó entre los años cincuenta y setenta. Necesito desconectarme y me paseo entre el lejano oriente, Grecia y los orígenes de la humanidad, solo para coincidir con este autor, en que por mucho que nos esforcemos, “la vida es sin sentido. El significado de la vida es el que tú le das. Estar vivo es significado”.
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