Escalada de homicidios en Chile
Tanto su incremento como el nivel de violencia asociado -con armas de fuego y prácticas propias del sicariato- están no solo impactando en los niveles de temor de la población, sino que tornan más difícil dar con los responsables del delito.
La conmoción que ocasionó en la ciudadanía la comisión de a lo menos seis homicidios en solo algunas horas -una de las víctimas fue acribillada en la vía pública con 19 tiros, otras asesinadas con arma blanca, incluso una menor de solo 11 años murió en su hogar de Hualpén, producto de disparos hacia la vivienda- dan cuenta de un clima de violencia e inseguridad que cruza todo el país.
No se trata de una simple percepción. Los datos confirman que no solo el delito de homicidio ha presentado una inquietante escalada en Chile, sino también el grado de violencia con que estos se ejecutan. Tal como lo revela una investigación publicada por este medio, los datos del Ministerio Público muestran que si en 2016 se registraron 1.695 casos, para 2020 la cifra había escalado a 2.184. Entre enero y septiembre de este año, según la Fiscalía, ya se acumulan más de 2.100 homicidios.
Estos números son ciertamente alarmantes, y dan cuenta de un fenómeno mucho más extendido de lo que sugieren las estadísticas que llevan entidades como Carabineros y la PDI, las que si bien coinciden en mostrar una tendencia en aumento, reflejan una cantidad inferior a los mil, lo que puede responder a diversas razones. Con todo, el propio subsecretario del Interior alertaba a fines de agosto que los homicidios en el año habían alcanzado los 603, una cifra que consideró “altísima”, lo que incluso motivó que la vocera de la Corte Suprema indicara que “el Estado de derecho está puesto en jaque”.
Desde luego esta dispersión de cifras genera confusión, y sería imprescindible que para un mejor diagnóstico -también como estándar de transparencia en políticas públicas- se contara con estadísticas unificadas. Lo concreto es que si bien en el contexto regional el país sigue mostrando una de las tasas de homicidio más bajas -conforme datos del Banco Mundial a 2020, Chile registraba 5 homicidios por cada 100 mil habitantes, a mucha distancia de Colombia o Brasil, con más de 20-, el sitial de ser una de las naciones más seguras parece estar en franco retroceso, y ello claramente es percibido así por la ciudadanía. El alto impacto que genera la escalada de homicidios y la violencia con que estos se cometen tienen fuerte incidencia en los niveles de temor en la población -hoy en sus niveles máximos, según un reciente estudio de la Fundación Paz Ciudadana-, con el consecuente deterioro en la calidad de vida que ello supone.
El uso de armas de fuego en la comisión de estos delitos -dos de cada tres homicidios son cometidos mediante disparos- es revelador de la violencia que hay detrás del fenómeno. La masificación de las armas permea toda la cadena de delitos, pues alrededor del 70% de las víctimas de “portonazos”, “encerronas” o asaltos declara haber sido amenazada con un arma de fuego, y ante ello naturalmente aumentan las posibilidades de que un simple asalto termine en un homicidio, algo que por desgracia ya se está haciendo más frecuente.
Para una sociedad no puede ser irrelevante que se esté transitando progresivamente hacia un estado de cosas donde las posibilidades de ser víctima de un asesinato aumenten, ante lo que resulta fundamental adoptar medidas que le pongan coto. Hay por de pronto una dimensión valórica, donde cabe interrogarse por qué se están incubando sentimientos de tanta violencia así como una peligrosa relativización del valor de la vida humana. Condiciones de marginalidad y carencias en los procesos formativos resultan críticos de ser abordados, donde evitar la deserción escolar ha de ser una de las tareas primordiales. Revelador en ese sentido es que 1 de cada 2 imputados por homicidio consumado en el país tiene entre 18 y 29 años de edad, lo que confirma la importancia de actuar en las etapas más tempranas.
Pero la proliferación de armas de fuego y el que estemos observando prácticas que hasta hace muy poco resultaban completamente ajenas a nuestra realidad -es el caso de los acribillamientos en plena vía pública, o los secuestros extorsivos- son claro indicio de modalidades asociadas al sicariato, propias del crimen organizado. Decidor resulta en ese sentido que, de acuerdo con las estadísticas oficiales, el 64% de los homicidios se deba a “ajustes de cuentas”. Ya es un hecho que peligrosos carteles internacionales han extendido sus tentáculos en Chile, constituyendo una de las principales amenazas que enfrenta el país. Si bien las víctimas del sicariato todavía son mayoritariamente parte del mismo crimen organizado, la experiencia internacional muestra que es cosa de tiempo para que dichas prácticas comiencen a ramificarse hacia el resto de la sociedad, y cuando ello ocurre, revertirlo resulta muy difícil.
La dinámica de los crímenes también está representando serias dificultades a las policías para dar con los responsables. Hasta hace solo un tiempo la mayoría de los homicidios tenía imputado conocido -solían ser frutos de riñas o cometidos entre personas que se conocían-, pero en la medida que hoy muchos de estos crímenes son cometidos por bandas o por encargo, se hace más difícil identificar a un autor, y por tanto la posibilidad de ser sancionado. Si en 2009 el 72% de las investigaciones por homicidio terminaban en sentencia condenatoria, para 2021 la cifra había caído al 57%. Esto resulta de especial gravedad, pues la impunidad retroalimenta el delito, imponiendo a las policías y a los fiscales contar con capacidades de investigación con las que hoy no cuentan.
Es un hecho que el combate a la delincuencia figura hoy como la principal tarea a la que debe abocarse el gobierno. El aumento de los homicidios es la cara más dramática del fenómeno, lo que exige replantear la estrategia de seguridad que se ha seguido hasta ahora.
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