Gatos, vacunas y el instinto científico
La actividad científica no es un método. No es una construcción artificial, extraña a la naturaleza humana, que surgió del diseño frío y sistemático de generaciones de excéntricos. Es un instinto. Uno que compartimos todos, y que utilizamos a diario. Con él podemos aprender y resolver importantes preguntas, desde la salud de nuestras mascotas hasta la seguridad de las vacunas.
Hace unos días observaba con atención la oreja de Leia, mi gata. No es algo que haga habitualmente. Quizás por eso quedé bastante sorprendido con sus formas, sus intrincados pliegues. Mientras observaba, me pareció que había algo mal. Un corte, una fisura, cuya forma parecía patológica. Quizá algún microorganismo estuviese horadándole la oreja. Quizá fuese el nuevo alimento que le estaba dando. No parecía dolerle. No soy veterinario y no tengo conocimientos sobre fisiología animal, sin embargo, pude resolver rápidamente la duda que me surgió sobre la salud de Leia. ¿Cómo? Mirando su otra oreja. El corte era exactamente el mismo. ¿Cuáles eran las probabilidades de que dos colonias de microorganismos o alguna deficiencia alimentaria produjeran fisuras simétricas? Extremadamente bajas. Solo una compleja y articulada conspiración podría dar lugar a semejante fenómeno. La más probable explicación entonces era que yo estaba observando la morfología natural de la oreja felina. Es así como, de paso, aprendí, sin necesidad de profesor alguno, sobre la anatomía del pabellón auricular de los gatos.
Mi razonamiento, por supuesto, nada tuvo de extraordinario. Es una capacidad innata de todo ser humano que podríamos llamar “instinto científico”. Una capacidad muy particular de nuestra mente, que de algún modo nos define como especie, y que entre otras cosas es responsable de la existencia de eso que llamamos ciencia.En un ensayo publicado en 1936 en la revista del Instituto Franklin, Albert Einstein enuncia una de sus más conocidas máximas: “La ciencia no es más que un refinamiento de nuestro pensamiento cotidiano”. A menudo, sin embargo, este origen instintivo, cotidiano, humano de la actividad científica se olvida, se pierde empañado por distintos factores. Por una parte, la especialización y el lenguaje técnico, consecuencia irrefrenable del refinamiento que Einstein menciona. En algunos casos, además, el lenguaje es complejizado artificialmente, construyendo con él un muro tras el cual guarecerse cuando las ideas escasean. Por otra, en muchos lugares se ha instalado la idea de que la ciencia es solo un método, una de las posibilidades que tiene la mente humana para conocer. Un discurso entre una infinidad de alternativas. No es así. Como en el ejemplo anterior, hacemos ciencia en todo momento, sin siquiera darnos cuenta. Es un instinto, parte de nuestra naturaleza más esencial.
El ejercicio de la oreja de la gata, si lo pensamos un poco, es tremendamente complejo. De algún modo somos capaces de diseñar rápidamente una observación, para luego estimar que la probabilidad de una infección simétrica es muy baja sin haber pasado nunca por un curso de estadística. No tenemos que ser científicos para hacer ciencia. De hecho, no podemos dejar de hacerla de la misma manera como no podemos dejar de alimentarnos. Aunque claro, en tiempos en que la indignación está tan de moda, algunos días de ayuno a veces valen la pena. Porque, claro, otro modo de proceder ante la imagen de la oreja herida de mi gata habría sido sacarle una foto, subirla a alguna red social y preguntar allí qué enfermedad podría causar esa llaga. O mejor aún, denostar al fabricante de comida. Seguro que habría sido blanco de muchos mensajes de empática solidaridad. Pero habría renunciado, por arrogancia, a uno de los más bellos atributos de mi cerebro. No es lo mismo hacer una pregunta que sembrar la duda. Lo primero construye civilización y conocimiento, lo segundo usualmente es solo destrucción. Hace unos días en televisión, un periodista, K, preguntó a un asesor del gobierno, J, si la vacuna que se estaba administrando para el Covid-19 era segura. K comenzó relatando que tres de los aproximadamente 10 mil vacunados habían tenido efectos secundarios serios (todos se recuperaron posteriormente). J no pudo contestar, dijo que no tenía la información. Ahí quedó todo. Se sembró la duda. Ni J ni K hicieron uso del instinto científico. La pregunta, por supuesto, es válida y necesaria. Pero aplicar el instinto científico tanto como para formularla correctamente como para contestarla es un ejercicio de civilidad.
Una breve reflexión nos lleva a determinar que, si en lugar de vacunar a todas esas personas les hubiesen ofrecido un kuchen de nueces con crema, la cantidad de hospitalizados hubiese sido ostensiblemente mayor. Para determinarlo bastaba buscar artículos en que se haya medido la prevalencia de las alergias alimentarias, cuestión sencilla por estos días. ¿Es seguro el kuchen de nueces? Bueno, nada es totalmente seguro. Pero esa no es la pregunta correcta. Porque, efectivamente, existen preguntas incorrectas. Incorrectas no porque muestren ignorancia extrema del que pregunta, una “pregunta tonta” como dicen los estudiantes. Incorrecta porque no está bien formulada, porque no define bien su objetivo, porque está cargada de intenciones que dicen más del pensamiento de quien la hace que de su interés por una respuesta.Así, por ejemplo, en el caso de la vacuna, la pregunta correcta habría sido ¿Qué es más seguro, vacunarse o no vacunarse? El 2020 murieron más de 16 mil personas de Covid-19 en Chile. Es decir, casi 9 personas por cada 10 mil habitantes. La vacuna tiene una efectividad de más del 95%. Es evidente, sin saber absolutamente nada de inmunología, de biología, o de estadística, que la vacuna es más segura que la no-vacuna. El ejercicio requiere un poco más de conocimiento que el que involucraba la oreja de mi gata, pero sigue siendo uno para el instinto científico, el pensamiento cotidiano.
No ser científico no es excusa para no hacer un esfuerzo honesto para responder las preguntas en la tranquilidad de nuestras mentes antes de publicar una idea preconcebida que concite aplausos sembrando dudas. Además, es gratificante, y nos lleva a aprender, a encontrarnos con el conocimiento sin profesor, en la alegre comodidad de nuestras mentes. Eso, nada más que eso, es la ciencia.