[Columna de Constanza Michelson] Implacables: contra la empatía
Eros y tanatos
"No hace falta la empatía como fórmula para luchar por la justicia y la solidaridad. No se trata de negar la empatía, sino de discutir su eficacia como ética. Porque precisamente aspirar a un mundo común implica la incomodidad de compartirlo con quienes no se comprende ni se siente con o por ellos."
Cuidado con comprender demasiado”, es una advertencia que se les hace a quienes practican psicoanálisis. Aunque parezca contraintuitivo, el exceso de comprensión impide escuchar lo que hay de inédito y singular en quien expresa su malestar en una consulta, llevando a cerrar los caminos de una posible transformación.
Comprender es algo que valoramos al menos de dos formas, por una parte, como intento de explicar(nos) las cosas, por lo tanto, de controlarlas. Pero un terremoto, una depresión, un estallido social no cesan porque hagamos alguna definición conceptual, hay algo monumental en la verdad de las cosas que la explicación no toca. La otra acepción relacionada es la empatía. Si bien es indispensable para la comprensión emocional y para poder vincularse, desde el punto de vista político su exacerbación como fundamento, puede llevar a la injusticia y la crueldad, pues la empatía es caprichosa, prejuiciosa (no se tiene empatía por todo el mundo), de ahí que su efectividad ética es cuestionable.
Las implacables, ensayo de Deborah Nelson, que bien podría haberse llamado “Contra la empatía”, reúne a seis mujeres que tuvieron el coraje de pensar contra su época (quizás eso las hace eternas): Simone Weil, Hannah Arendt, Mary McCarthy, Susan Sontag y Joan Didion se interesaron especialmente por el sufrimiento, pero rechazando la dicotomía sentimental de su tiempo, que oscilaba entre el asentimentalismo -a veces cínico- y la necesidad de expresión emocional en público, intensa y estandarizada. Se propusieron, cada una a su manera, “enfrentar la dolorosa realidad con franqueza y claridad, sin buscar consuelo ni compensación alguna”. Doble traición, porque se distanciaron del pensamiento en masa de los movimientos sociales y del sentimentalismo esperado en las mujeres.
Sospechaban de “las satisfacciones de la compasión” ya sea por narcisistas, al exhibir la propia bondad; morales, al desplazar la culpa, puesto que, si me siento mal, entonces soy buena persona; o sensuales dada la excitación de los sentimientos colectivos. Arendt temía que los sentimientos de horror respecto del Holocausto cegaran el pensamiento, y pagó caro su atrevimiento con su teoría sobre la banalidad del mal. Por su parte, Sontag argumentaba que en política intensificar los sentimientos solo inflama las ideas previas, no lleva al cambio. Llama a esta vía “el romance occidental con la impotencia”, pues reclama que su efectividad política es baja. Las batallas de sentir llevan a las polarizaciones y ánimos fascistoides.
Leer a estas autoras es actual, la dicotomía que preocupaba a su época entre la desafección e intensidad emocional está muy presente hoy. La política reducida a tecnocracia no logra más que contabilizar el dolor, mientras que las ultraderechas emergentes explotan la insensibilidad; por el otro lado, el progresismo hace un buen rato que cayó en esa vanidad moral de un sentimentalismo intenso, pero frívolo, cuya coreografía es la de culpas y perdones que tienen poco que ver con hacerse cargo de que algo cambie. Porque para que exista un perdón genuino, deben crearse las condiciones políticas para que eso tenga sentido, para que haya redención y futuro. Se comprende demasiado para no saber nada. Un buen ejemplo del fracaso de esa lógica fue la rutina del comediante Ernesto Belloni en Viña del Mar: nadie ganó, su perdón banal, los funadores decepcionados porque no lograron hacerlo pedazos, nadie cambió, ni siquiera alguien rio.
No hace falta la empatía como fórmula para luchar por la justicia y la solidaridad. No se trata de negar la empatía, sino de discutir su eficacia como ética. Porque precisamente aspirar a un mundo común implica la incomodidad de compartirlo con quienes no se comprende ni se siente con o por ellos. Estas pensadoras empujaron algo que hoy nos resulta clave: cómo posibilitar una ética que se resista a la anestesia de buscar consuelo en la vanidad moral, o en la idea –religiosa y fracasada- de la utopía del “hombre nuevo” (hoy, del ser humano nuevo).
Lo implacable no es ser insensible, sino orientarse sin ambages a la constitución de una política para lo común. Eso es crear un mundo, la dignidad está en el reconocimiento como iguales políticos. Hoy tenemos una posibilidad histórica, aunque reconozco que mi temor es la ebullición de deshonestidad (quizás porque ya no se cree en la verdad, entonces tampoco en la mentira) en que cada quien quiere creer acorde a su conveniencia identitaria y sentimental. ¿Podremos alguna vez ir en contra de nuestra sicología?
* Constanza Michelson es psicoanalista y escritora
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