La consecuencia de haber naturalizado la violencia
La tragedia que ocurrió en el INBA debe imperiosamente marcar un punto de inflexión, lo que exige repudiar toda forma de violencia y dejar de ver en este tipo de manifestaciones formas legítimas de protesta. La autoridad debe ahora dar señales concretas de que actos como estos no volverán a ocurrir.
La explosión de elementos incendiarios al interior del Internado Nacional Barros Arana (INBA), un hecho dantesco y que dejó a una treintena de estudiantes heridos, algunos de ellos en riesgo vital, a la vez de no encontrar precedentes, resulta indignante y estremecedor. Desde luego no sólo por la tragedia que todo esto implica para los afectados y sus familias, además del trauma que ha significado para la comunidad estudiantil de dicho establecimiento, sino porque es la consecuencia de años de irresponsabilidad en haber consentido que la violencia al interior de ciertos liceos emblemáticos campeara sin mayor dificultad, lo que tarde o temprano iba a desembocar en un accidente como el que ahora lamentamos.
De acuerdo con la información que se ha logrado recabar, el origen de la explosión se debe a la gran cantidad de combustible y acelerantes que fueron ingresados hasta un baño, todo con el presumible objetivo de fabricar bombas molotov. Las querellas que han interpuesto tanto el gobierno como la Municipalidad de Santiago deberán esclarecer, entre otros aspectos, la logística que hubo detrás para hacerse de estos elementos y si hubo algún tipo de ayuda externa, además de las eventuales responsabilidades penales, pero lo cierto es que desde hace años el INBA ha sido un lugar donde encapuchados y “overoles blancos” han podido operar con elementos incendiarios, causando gravísimos hechos de vandalismo, al punto de que ya se tornó habitual la práctica de las “salidas incendiarias”. Basta recordar que la propia rectora fue rociada con combustible, desmintiendo sus aseveraciones de que se trata de un “hecho aislado”.
Esta tragedia debe imperiosamente marcar un punto de inflexión, lo que exige repudiar toda forma de violencia y dejar de ver en este tipo de manifestaciones formas legítimas de protesta o de cultivar posturas políticas, porque cuando lo que se busca es atentar contra las personas, amedrentar o destruir la infraestructura, ello deja de ser una manifestación cubierta por la libertad de expresión para convertirse en algo delictual, lo que degrada profundamente a la sociedad y destruye los principios esenciales de un sistema educacional, que es formar a niños y jóvenes en una serie de valores esenciales para la vida en comunidad.
Inevitable resulta constatar que durante años diversos actores políticos -varios de ellos hoy con responsabilidades de gobierno- alentaron irresponsablemente la protesta estudiantil, naturalizando las tomas y guardando silencio frente al vandalismo, presentándolo como una consecuencia inevitable de las injusticias sociales; no sólo eso, fueron decididos detractores de la actuación policial o de medidas disciplinarias en los establecimientos, acusando de “represión” o de “criminalizar la protesta social”, lo que poco a poco fue llevando a un peligroso espiral de violencia y degradación del sentido de autoridad. Decidor es que una ley como “Aula Segura”, que buscó ser una medida que entregara a los directores más herramientas para sancionar a los alumnos que atentaban contra los reglamentos internos, simplemente dejara de invocarse en la comuna de Santiago, sede de varios de los liceos emblemáticos. La falta de sanciones efectivas previsiblemente también ha sido un factor incidente; al revisar las estadísticas, se observa que, en años previos, de las más de 500 causas abiertas por faltas gravísimas en liceos emblemáticos, apenas el 3% fue objeto de las máximas sanciones. Ello sin perjuicio de las querellas que han presentado las autoridades.
Al desvalorizar el valor de la disciplina, socavar la autoridad de profesores y deslegitimar las medidas de control y castigo contra el vandalismo, muchas veces romantizándolo, se crearon las condiciones para que grupos de estudiantes altamente ideologizados se acostumbraran a actuar con total impunidad, poniendo en riesgo no sólo su propia integridad, sino también la del resto de la comunidad estudiantil.
Las tenues reacciones de parte de los docentes del INBA frente a los hechos sucedidos, o de un grupo de apoderados, que llamó a no “criminalizar” a los estudiantes, son ilustrativos sobre lo equívoco que resulta intentar buscar justificaciones o evitar pronunciamientos categóricos respecto de aquellos que insisten en valerse de la vía violenta. El hecho de que el reglamento interno de este liceo -así como de otros- sancione como falta gravísima el porte de pelucas, máscaras antigases, pasamontañas o de elementos que permitan la elaboración de artefactos incendiarios revela hasta dónde se han llegado a normalizar situaciones que en otros establecimientos serían inimaginables.
La violencia sin control también ha tenido un profundo impacto sobre la educación pública, llevando a que varios de los liceos emblemáticos -es el caso del propio INBA, o del Instituto Nacional- hayan experimentado una preocupante caída en su matrícula, lo que ha constituido un duro golpe porque estos establecimientos durante décadas fueron grandes impulsores de la movilidad social y un faro de cómo forjar una elite intelectual desde el sistema público.
La tragedia que enluta al INBA no puede quedarse sólo en lamentaciones. Es una señal bienvenida que desde el propio ámbito político así como del gobierno se hayan escuchado declaraciones categóricas que repudian esta violencia irracional. Pero ahora es necesario que ello se traduzca en acciones concretas, donde resulta fundamental que se adopten todas las medidas que sean necesarias para que actos de este tipo no tengan espacio y vuelva a restablecerse el necesario sentido de autoridad. La irresponsabilidad nos ha dado una dura lección, y mientras más demoremos en corregir, el riesgo de que hechos tan dramáticos se repitan es cosa de tiempo.