La excepcionalidad uruguaya
La solidez de su sistema de partidos políticos, su arraigo en la ciudadanía y el escaso espacio para liderazgos al margen de las estructuras partidarias han sido factores clave para la solidez de la democracia en ese país.
Las elecciones del pasado domingo 24 de noviembre en Uruguay vinieron a confirmar lo que algunos ya consideran la excepcionalidad uruguaya, un país que ha logrado mantenerse al margen del clima de polarización y descrédito de la política que domina no solo a la región sino a gran parte del mundo por estos días. Si bien con el triunfo del frenteamplista Yamandú Orsi la izquierda volverá al poder tras los cinco años de gobierno del Presidente Luis Lacalle Pou y su coalición de centroderecha, liderada por el Partido Nacional, pocos analistas prevén un cambio radical en la línea que viene siguiendo el país. El futuro mandatario, considerado un delfín del expresidente José Mujica, ganó por poco menos de 100 mil votos sobre el candidato oficialista, Álvaro Delgado, apostando por el crecimiento, el aumento de la inversión y la seguridad.
Desde el retorno a la democracia, a mediados de la década de los 80, el país se ha caracterizado por su estabilidad política. En estos casi 40 años, las principales fuerzas políticas se han turnado en el poder, sin que ello haya significado aventuras refundacionales ni cambios radicales a su sistema político o económico. Ubicado entre los dos gigantes de Sudamérica que durante ese mismo periodo se vieron sumidos en severas crisis políticas y económicas, marcadas por la destitución de presidentes, las protestas sociales y los altibajos económicos, Uruguay ha logrado mantenerse al margen. Un fenómeno que volvió a repetirse en la actual elección. Los uruguayos apostaron por el cambio, pero dentro de los límites conocidos. Al contrario de lo sucedido en otros países de la región, estuvieron ausentes los candidatos outsiders o aquellos que con discursos populistas desafían el orden establecido.
Más allá de las características propias de los candidatos, las razones de lo sucedido en Uruguay se pueden encontrar en la salud de su ecosistema político y la solidez de sus partidos. Al contrario de lo que ocurre en varios países de la región, donde las distintas colectividades han venido experimentando una paulatina descomposición, fragmentando el sistema y generando una proliferación de pequeñas colectividades que responden generalmente a intereses particulares de quienes las promueven, los partidos políticos uruguayos muestran una solidez que repercute en la calidad de todo el sistema. Los dos principales partidos, el Nacional y el Colorado, tienen casi 200 años de historia, y el Frente Amplio ya acumula 53. Y si bien en los últimos años surgieron nuevas colectividades, como Cabildo Abierto, el proceso está lejos de los niveles alcanzados en otras latitudes.
Lo anterior no se explica solo por la existencia de una normativa clara que define los mecanismos de constitución de las nuevas estructuras partidarias, su financiamiento y sus responsabilidades, sino también por el peso que juegan los partidos en la definición de los liderazgos, dando escaso espacio a la aparición de figuras mesiánicas. Contar con el respaldo del partido es decisivo y son los candidatos los que deben adaptarse a las normas de esa entidad y no viceversa. Ello sumado al arraigo territorial, familiar y cultural de las agrupaciones. Pero al margen de las particularidades uruguayas, la solidez de la democracia en ese país es un claro ejemplo de la importancia de contar con una buena estructura de partidos con arraigo en la ciudadanía. Un ejemplo a considerar en el actual debate sobre la reforma al sistema político.
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