La gratuidad frente a otras prioridades educativas
Vuelve a quedar a la vista la incoherencia de que los mayores esfuerzos presupuestarios aparezcan en gratuidad y no en la recuperación de los aprendizajes tras la pandemia o en fortalecer la educación primaria y preescolar.
En el marco de la discusión de la Ley de Presupuestos 2024 se observa que de los $597 mil millones en que aumenta el gasto total para educación, alrededor de $281 mil millones (47%) se explican por el incremento de recursos para financiar la gratuidad de la educación superior, según un reporte de LyD. En definitiva, son casi US$ 2.200 millones que se destinarán a este ítem, representando más del 13% del gasto total con que contará la cartera de Educación.
La enorme cantidad de recursos que se destinarán a gratuidad -una política que viene implementándose desde 2016- impacta como cifra absoluta, pero resulta aún más sorprendente cuando se compara con los escasos $ 32 mil millones que según el gobierno se destinarán a reactivación educativa, sin duda el mayor problema que enfrenta nuestro sistema educacional producto de la ominosa pérdida de aprendizajes y deserción que dejó la pandemia. Es inaudito que cuando los resultados de la última prueba Simce revelaron que en el caso de cuarto básico hubo un retroceso de seis años en Lectura y 9 en Matemáticas, mientras que en segundo medio el retroceso en Matemáticas fue de 14 años, algo sin precedentes, los esfuerzos fiscales para intentar revertir este dramático escenario -y que previsiblemente dañará a toda una generación- aparezcan tan menguados.
Desde luego, hay aquí una total falta de perspectiva por parte de las autoridades de Educación -que en tanto responsables de asignar las prioridades en materia de gasto deberían haber reflejado estas urgencias de manera mucho más robusta-, pero el hecho de que sea justamente el ítem de gratuidad el que aparezca explicando casi la mitad del aumento proyectado en educación revela lo enormemente costosa que es la gratuidad y las dificultades que ésta impone para poder destinar más recursos a las verdaderas urgencias, o incluso a otros ámbitos de alta relevancia en educación superior, como por ejemplo la investigación. No menos complejo resulta el hecho de que no hay evidencia concluyente de que la gratuidad haya aumentado en forma significativa el acceso de estudiantes pertenecientes a los deciles más bajos.
Los problemas que traería el mal diseño de la gratuidad fueron largamente diagnosticados; varios fueron los que advirtieron que a la larga sería un “barril sin fondo”, y que el pago de un arancel fijado por el Estado así como otra serie de restricciones impuestas a las entidades de educación superior empezarían a provocar situaciones financieras complejas, pues ante la imposibilidad de incrementar aranceles no hay margen para aumentar los recursos en un contexto de costos crecientes.
A nivel mundial Chile ya figura entre los países que destinan mayor proporción de gasto en educación superior como porcentaje del PIB, lo que representa un contrasentido porque una correcta visión de largo plazo indicaría que los mayores esfuerzos del gasto público deberían estar concentrados en la educación temprana, porque es precisamente ahí donde se juega el verdadero partido en educación, y son las brechas que allí se van generando las que luego son muy difíciles de revertir, cuando no imposible. De acuerdo con cifras de Acción Educar (2021), en el caso de la educación estatal de Chile por cada mil pesos que se gastan por alumno en educación escolar, se desembolsan $1.250 en educación parvularia y $1.470 en educación superior, al revés de lo que se observa en la generalidad de la OCDE.
Existe amplio consenso de que es una política justa contar con programas de ayudas fiscales a los estudiantes más desposeídos y de esa forma ayudar a corregir desigualdades y nivelar las oportunidades, pero la fórmula por la que se ha optado ha terminado por crear una verdadera camisa de fuerza que repercute sobre todo el sistema educacional.
Este esquema de gratuidad terminó imponiéndose producto de presiones políticas y visiones ideológicas que desdeñaron la focalización y el acento en la educación primaria, sin renunciar a la pretensión de llegar a una suerte de gratuidad universal, algo que supondría un gasto anual de unos US$ 4 mil millones, que resulta imposible de solventar. Que además se insista en una política de condonación de las deudas generadas por el Crédito con Aval del Estado -cuyo costo se ha estimado en unos US$ 10 mil millones-, sin considerar fórmulas que permitan centrarse en aquella porción de deudores que no pueden solventar esta compromiso, sólo reafirma lo alejada que se encuentra la política de las verdaderas urgencias.
Volver a centrar los esfuerzos en la educación primaria y preescolar debería ser uno de los objetivos a recuperar, pero es la emergencia educativa en que nos encontramos lo que en este momento debería concentrar toda la atención, lo que lamentablemente producto de políticas como la costosa gratuidad o prioridades extraviadas sigue al debe.
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