La hora de un acuerdo político en seguridad

Balacera en Lampa deja cincio fallecidos
Dragomir Yankovic/Aton Chile

La reciente ola de asesinatos debería marcar un punto de inflexión, de modo que el gobierno y el Congreso comprendan la urgencia de concordar un plan integral para enfrentar el flagelo del crimen organizado.



La ola de asesinatos que ha sacudido al país en estos últimos días -solo en la Región Metropolitana fueron asesinadas 17 personas, entre ellas cuatro adolescentes- debería ser suficiente para constituir por sí misma un punto de inflexión. Si bien el tema de la inseguridad desde hace tiempo constituye la principal demanda ciudadana, solo ahora el gobierno y los partidos políticos parecen estar empezando a dimensionar que estos niveles de extrema violencia -donde el sicariato, las disputas territoriales y el uso de armamento de grueso calibre se han vuelto una realidad peligrosamente cotidiana- conforman un cuadro que exige medidas urgentes y contundentes.

Fue ciertamente desconcertante que mientras todo esto ocurría, el Presidente de la República hubiese emprendido una gira a Paraguay, y mantuviera su decisión de asistir a la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos, en París. Ya de regreso, desistió de su viaje a Francia, admitió un aumento del crimen organizado y lanzó una serie de medidas para combatir este flagelo. La más llamativa fue el anuncio de la construcción de una nueva cárcel de alta seguridad, lo que irá acompañado de una fuerza especial de Gendarmería. Asimismo, el Mandatario anunció la creación de la Unidad de Acción y Seguridad para la Región Metropolitana, instancia de coordinación que será presidida por el delegado presidencial de la Región Metropolitana. También puso en discusión inmediata los proyectos de inteligencia económica y sistema de inteligencia del Estado.

Estas medidas, si bien van en la dirección correcta, no son particularmente innovadoras, pues en lo grueso vuelven sobre anuncios que ya se habían realizado. En el caso de la nueva cárcel, aun cuando es un paso relevante, el Ejecutivo ya venía impulsando la reactivación de las concesiones penitenciarias. Pero en cambio no se ve en qué una nueva unidad de coordinación puede cambiar el actual estado de cosas, considerando que desde 2018 existe la Unidad Coordinadora Estratégica -la que de hecho está recogida en el propio Plan Nacional de Seguridad del gobierno-, y si el diagnóstico es que se requiere una mejor coordinación entre organismos del Estado -algo por lo demás elemental en cualquier estrategia contra el delito-, más bien cabría haber esperado anuncios que apuntaran a fortalecer dicha coordinación para lograr resultados distintos. En ese mismo orden de cosas, tampoco se ve bien que la coordinación de dicha instancia quede a cargo del delegado presidencial de la RM, pues además de llevar solo unos días en el cargo, carece de experiencia en estas materias; por ello se habría esperado que cuando menos dicha unidad fuese coordinada por la propia ministra del Interior o el subsecretario.

Esta batería de anuncios poco audaces no hace más que confirmar la importancia de contar cuanto antes con una suerte de plan maestro para abordar esta ola de violencia, a fin de evitar este ir y venir de “planes” o medidas aisladas, y de esa forma asegurar que el Estado siga una sola estrategia y con criterios claros, especialmente en lo que se refiere al uso de la fuerza, donde sigue habiendo enormes divergencias. Esto claramente requiere de un acuerdo que incluya a la mayor parte de las fuerzas políticas, de modo que la agenda de seguridad deje de ser un ámbito de permanente disputa entre gobierno y oposición. Es uno de esos momentos donde el dejar de actuar a tiempo y seguir la línea de criterios cortoplacistas puede traer daños irreversibles para todo el país.

Las fuerzas políticas no deben olvidar que cuando el Estado es incapaz de brindar seguridad a sus ciudadanos y pierde el control sobre el orden público, está faltando a una de sus tareas más esenciales -porque con ello el Estado de Derecho pierde eficacia, y queda entregado a la ley del más fuerte-, de modo que revertir esta situación es un deber eminentemente político. De allí que un acuerdo base es fundamental, porque solo en la medida que exista un diagnóstico compartido y líneas de acción claras la tarea del Estado se orienta mejor, evitando el desorden que vemos hoy, donde proliferan voces para cerrar la fronteras, lanzar a las Fuerzas Armadas en tareas de orden público, o decretar el estado de sitio, medida esta última promovida desde el Socialismo Democrático, pero fuertemente resistida por el PC y sectores del Frente Amplio.

Un plan de este tipo desde luego debe partir por recoger la mejor experiencia internacional en el control del crimen organizado y la delincuencia -Italia ha trazado un camino de cómo combatir este flagelo, también ciertas experiencias en Estados Unidos- y desde allí definir un enfoque integral, que oriente las medidas que serán adoptadas. Esta sería la oportunidad para debatir no solo aspectos de orden técnico, sino también deliberar en profundidad acerca de la pertinencia de dictar algún estado de excepción constitucional -eso ya se consensuó en el caso de la Macrozona Sur-, algo que si bien el gobierno ha desestimado, deberían entregarse más fundamentos de por qué en este caso no ayudaría, o bajo qué circunstancias una medida así tendría resultados efectivos, teniendo presente que la sola acción de las Fuerzas Armadas -sobre eso hay abundante experiencia internacional- no es suficiente para frenar el crimen organizado, pues este se va desplazando a medida que se le arrincona.

También es necesario abrir la discusión sobre qué libertades públicas o garantías la sociedad estaría dispuesta a restringir o afectar temporalmente en la medida que así se requiera, como por ejemplo lo relativo a fortalecer los controles de identidad, o un endurecimiento de la política migratoria. Es claro que en algún momento el péndulo se fue hacia recelar de medidas coercitivas o cuestionar el uso de la fuerza del Estado, y hoy parece ir en una dirección opuesta. Es una tarea política buscar ahí el justo equilibrio, que legitime estas decisiones y evite que las autoridades se inhiban de utilizar sus facultades -por falta de respaldo-, porque eso conllevaría al fracaso de cualquier estrategia. Y ciertamente deben evaluarse con exhaustividad la enorme cantidad de planes existentes.

La enorme pérdida de vidas humanas obliga a que el gobierno y el Congreso salgan del inmovilismo y asuman urgentemente esta crisis en todas su dimensiones. Chile no ha llegado aún a la fase donde el crimen organizado coopta instituciones y adquiere un poder casi equivalente al propio Estado, pero las preocupantes señales que estamos viendo indican que un escenario así ya no resulta inimaginable.