La sociedad de las singularidades

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Por Christian Schmitz, Rector de la Universidad Católica de la Santísima Concepción

Es un concepto acuñado por el sociólogo alemán Andreas Reckwitz en un libro con el mismo título. El mundo, tanto hoy como en el pasado, es diverso y no homogéneo. Solo que hoy este mismo mundo está interconectado como nunca antes, y existe un libre flujo y circulación de personas, bienes, servicios e información. Las fronteras nacionales y la soberanía ya no tienen el significado de antes.

Y así, Chile ya no es el país homogéneo que era, ha dejado de serlo desde años, cuando no décadas. Hoy, vivimos en una sociedad crecientemente pluralista; observamos segmentaciones cada vez más específicas; las personas crean y se agrupan, formando grupos y subgrupos cada vez más reducidos con características, hábitos e identidades diferenciadoras. Las propias redes sociales contribuyen significativamente a estos fenómenos de fragmentación social.

Como consecuencia, nos conocemos poco entre los distintos grupos, nos aislamos y no nos comunicamos más allá de nuestro grupo. La segregación social, territorial -este encapsulamiento -, ha causado barreras y prejuicios unos con respecto a otros.

Paralelamente se habla del creciente individualismo. Sin embargo, pese al entronamiento del individuo, el hombre actual sigue buscando y luchando por una pertenencia colectiva y social, que no necesariamente es la comunidad del territorio-nación. Este sentido de pertenencia se traduce a través de demandas y luchas -que adquieren diversos grados de vehemencia hasta incluso radicalizarse- por reconocimiento de identidades de carácter cultural, étnica, socio-económica, sexual y de género.

En ese contexto, Europa ha sido desde siempre el modelo bajo el lema “unidad en diversidad”, generando conceptos como como la gestión de la diversidad y políticas de identidad. Así todo, en los últimos meses el Viejo Continente está abordando estos temas con una interesante interrogante: ¿cuál es el conjunto de normas y valores superiores que genera consenso? ¿Cuánto contenido ajeno se puede absorber y aceptar en el acervo cultural propio? ¿Cuántas identidades y minorías puede una sociedad tolerar, sin que se ponga en peligro la identidad cultural de la mayoría, nacional o europea? Las respuestas a estas preguntas son complejas, tienen resonancias ideológicas y a menudo dividen a la opinión pública. Y esas respuestas tienen efectos gravitantes en las políticas públicas, desde lo lingüístico hasta la planificación territorial. Pareciere que la solución va en el reconocimiento de derechos y deberes recíprocos: el respeto de la singularidad de las minorías, requiere que éstas a su vez reconozcan a las mayorías.

Si Europa con toda su diversidad cultural, étnica, religiosa, lingüística etc. es capaz de unirse en torno consensos, no debería serlo tan difícil en Chile. El proceso constituyente nos espera para poner a prueba la ansiada unidad humana.

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