Las lecciones que deja la crisis en la U. de Aysén

Universidad de Aysén

Frente a la falta de alumnos y problemas de financiamiento que aquejan a esta institución así como una serie de CFT creados por el Estado, es hora de evaluar con mucho pragmatismo si se justifica que se mantengan.



Días atrás se entregó un informe realizado por la Superintendencia de Educación Superior que alertó sobre la delicada situación financiera y administrativa por la que atraviesa la Universidad de Aysén -parlamentarios de la zona incluso hablan de una “situación terminal”-, institución estatal creada por ley en 2015 y que, desde que comenzó sus funciones en 2017, no ha logrado alcanzar el equilibrio necesario para sostenerse de forma autónoma. Según pudo constatar la auditoría, en los últimos cuatro años ésta presentó un desempeño deficitario, así como un deterioro significativo en su posición patrimonial, lo que, entre otras cosas, hace proyectar una crisis que “solo se hará más profunda en el futuro próximo”.

El documento vino así a ratificar lo que hace tiempo hacían sospechar diversos indicadores, como es la baja cantidad de estudiantes que ésta recibe (652 el presente año) y la elevada cantidad de académicos en relación a estos (23 por cada 100 alumnos en 2022), que excede largamente la del resto de las universidades del país (9 por cada 100). Así también, la situación de esta universidad viene a dar la razón a quienes desde un comienzo sostuvieron que no era conveniente crear por ley instituciones estatales en lugares que carecen de las condiciones para sostenerse.

En ese sentido, la situación de esta universidad lleva inevitablemente a poner la vista sobre los efectos de otra ley, también impulsada por el gobierno de la ex Presidenta Bachelet, que creó 15 Centros de Formación Técnica (CFT) Estatales en las distintas regiones del país. La información disponible a la fecha indica que varios de ellos también estarían teniendo problemas para sostenerse debido al bajo interés de los postulantes y al escaso aporte que estarían realizando a la oferta educativa regional, que en muchos casos ya contaba con instituciones de educación superior técnico profesional impartiendo programas similares.

De esta forma, parece conveniente terminar con actitudes voluntaristas y poner más atención a la situación de todas estas instituciones de educación superior que se han creado por ley en los últimos años. Es hora de avanzar en un mayor pragmatismo, considerando los cuantiosos recursos que su funcionamiento está demandando. En lugar de concebirse como un fin en sí mismo, estas instituciones debieran ser evaluadas con rigor en función de su contribución al logro de objetivos relativos al acceso y a la generación de bienes públicos, verificando además si estos se logran de manera costo efectiva. Y si no es el caso, entonces se debiera repensar su existencia, así como los cuantiosos recursos que el Estado les entrega anualmente para sostenerse, no solo vía aportes basales, sino además en la forma de ayudas estudiantiles, como es la gratuidad, que en sus primeros años se les ha otorgado sin siquiera exigirles la acreditación, requisito inequívoco para el resto de las instituciones del país.

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