Lecciones en la antesala del “18-O”

Manifestación en Plaza Baquedano a 92 dia del estallido social

Ha quedado más claro que el país quiere cambios, pero no una refundación, y parece tomarse más conciencia de lo irresponsable que fue validar la violencia y debilitar el orden público.



Aun cuando ya han pasado casi tres años desde aquel 18 de octubre de 2019, día que marcó el inicio del llamado estallido social, siguen en la retina las imágenes de iglesias y estaciones de Metro quemadas o vandalizadas, la destrucción de innumerable infraestructura pública y privada, así como violentas protestas a lo largo de todo el país, pero también las marchas protagonizadas por millones de ciudadanos, haciendo presente una serie de demandas sociales.

Se asumió que la salida a esta crisis pasaba por la dictación de un nuevo texto constitucional, lo que quedó plasmado en un amplio acuerdo político; la contundente votación en el plebiscito de entrada que así lo refrendó y la posterior elección de constituyentes, donde terminaron prevaleciendo los núcleos más radicalizados, sugerían que la sociedad efectivamente se había inclinado por un drástico cambio de modelo. Peligrosamente, la violencia nunca dejó de estar presente, y muchos sectores la validaron -o derechamente la reivindicaron- como el fruto de la genuina expresión de un pueblo abusado y porque se veía como la forma más efectiva de presionar para asegurar que los cambios -sobre todo los que interesaban a los sectores más radicalizados- tuvieran lugar.

El 18-O ciertamente ha dañado mucho al país, y sus cicatrices probablemente tomará décadas poder borrar; no hay duda de que la sociedad sigue aspirando a una agenda de cambios sociales, pero el apabullante triunfo del Rechazo en el reciente plebiscito de salida sirvió para despejar que después de todo tampoco lo que se quería era destruir el modelo ni cambiar las bases fundamentales del país, estableciendo con meridiana claridad que las soluciones propuestas por la Convención -que sí propueso un drástico cambio de modelo- no eran las soluciones que mejor reflejan a la mayoría.

Así, dos grandes lecciones parece estar dejando este proceso posestallido: las soluciones refundacionales y extremas no sintonizan con el sentir general, y validar la violencia en cualquiera de sus formas, así como estigmatizar el orden público, ha probado ser un camino muy peligroso.

La política es la que ahora debe hacerse cargo del nuevo escenario, asumiendo estas lecciones que deja este largo proceso. Es el momento de abordar los problemas más urgentes que agobian al país -lo que no excluye mantener en paralelo un debate constituyente-, varios de los cuales se han agravado desde octubre de 2019, y que de no ser abordados oportunamente amenazan con reabrir un ciclo de inestabilidad. La delincuencia, el narcotráfico, las listas de espera en salud, la inmigración ilegal o el eterno tema de las bajas pensiones, por solo mencionar algunos de los asuntos más álgidos, siguen esperando una solución.

Siendo todos ellos relevantes, no cabe duda de que la dimensión de orden público y delincuencia es lo que parece resultar hoy especialmente acuciante, y que para el gobierno ha pasado a ser su talón de Aquiles. El asesinato y maltrato de Carabineros ha producido una ola de indignación, pues muchos ya comprenden que sin una policía que cuente con todo el respaldo político y pueda ejercer en plenitud sus facultades legales, el Estado de Derecho se fragiliza y el combate a la delincuencia se torna en un imposible.

Vastos núcleos del actual oficialismo hoy en el poder desplegaron en el pasado activas campañas a través de redes sociales en contra de Carabineros, acusando de constante represión o atizando un sentimiento de animadversión hacia la policía. La polémica en que se ha visto involucrado por estos días el ministro de Economía por sus tuits del año pasado -en que trató a Carabineros de “criminales y asesinos”- es ilustrativo de ello. También podrían mencionarse los tuits de la ministra de la Mujer -que llamó a que la institución debía “acabarse” y “fundirse”-, los del subsecretario de Desarrollo Social -quien acusaba a la policía de reprimir en forma “criminal” y de ser “torturadores”-, o los de un director del Metro nombrado por este gobierno -en que señalaba que evadir es “otra forma de luchar”- como ejemplos elocuentes de la manera en que se contribuyó a horadar una institución fundamental y se minimizó la crucial relevancia de que el Estado mantenga el orden público.

Son discursos irreflexivos e irresponsables, animados sin duda por el clima de efervescencia que provocó el estallido. Quienes hoy son autoridades deben meditar profundamente sobre ello, y si ahora dicen haber cambiado de postura deben ofrecer explicaciones convincentes ante el país, no bastando para ello con que se borren determinados tuits; de lo contrario, resultaría inentendible que el gobierno mantenga en sus cargos a autoridades que siguen brindando legitimidad a la violencia o que recelan del rol fundamental de la policía.

Sería un avance importante si después de estos casi tres años de aquel 18-O finalmente se converge en que ningún proceso de cambios sociales o de deliberación constitucional podrá ser viable sin que el orden público esté asegurado y la violencia quede desterrada. En tal sentido, cabe esperar que los categóricos llamados que esta semana ha hecho el Presidente de la República para respaldar la labor de Carabineros, o de ser implacables con la delincuencia y los extranjeros ilegales que cometen delitos, sean el comienzo de una nueva etapa, con una mejor comprensión de lo que está en juego.

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