Libido y decencia

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Así como es posible que, en menos de un año de pandemia, sean varios laboratorios los que hayan desarrollado una vacuna, a la vez es perfectamente posible que tamaña hazaña vaya acompañada de un “catastrófico fracaso moral”, como declaró hace algunos días la OMS.



Dicen que cuando son los hombres más ricos los que se lanzan por la ventana, es que el capitalismo está en crisis. Mientras que cuando una pareja de jubilados se suicida, o un hombre desesperado por que le paguen su licencia médica se autoagrede en el Compin, es posible decir que el capitalismo goza de perfecta salud. Puede ocurrir que frente a una catástrofe, ciertas corporaciones crezcan, mientras que si son los millonarios los que pierden su dinero, entonces todos quedamos en riesgo. La racionalidad económica es inseparable de su irracionalidad, afirma el filósofo Santiago Alba Rico en su libro ¿Podemos seguir siendo de izquierdas?: si bien en términos económicos el capitalismo es insuperable, lleva dentro su propia maldición, sus crisis se resuelven cultivando otras más severas.

Así como es posible que, en menos de un año de pandemia, sean varios laboratorios los que hayan desarrollado una vacuna, a la vez es perfectamente posible que tamaña hazaña vaya acompañada de un “catastrófico fracaso moral”, como declaró hace algunos días la OMS. Mientras algunos elevan los precios para saltarse la fila, un país pobre ha recibido nada más que 25 dosis.

A comienzos de la pandemia apareció la pregunta de si acaso la crisis cambiaría las reglas del modelo económico; esa inquietud parece haber desaparecido, porque nada indica que eso ocurra. Un desastre no nos vuelve de izquierda. Hacer todo lo posible por evitarlo, podría ser.

Si frente al tren del progreso -que no es sino la revolución permanente y sin límites del capitalismo- Walter Benjamin escribió que quizá para la humanidad que va en ese tren la verdadera revolución sea activar el freno de emergencia.

De la izquierda, cuyo significado está en disputa, a lo menos se puede decir que se trata de algo urgente, frente a la posibilidad de que la Tierra, que ya no le alcanza a la globalización económica, sea sólo su desecho. Y terminemos matándonos por una vacuna o un poco de agua. Cuando una catástrofe empuja a la suspensión de todo lazo civilizatorio, la democracia, ser de derecha o de izquierda, pierde absoluto sentido. Alba Rico lo ejemplifica con el famoso naufragio de la fragata francesa La Medusa. Más de un centenar de personas quedaron a la deriva en una balsa semihundida durante doce días; desesperados, sin moral ni ideología que valga, hubo asesinato, suicidio, canibalismo. En situaciones así, no hay proyecto colectivo ni estadística que cuente.

Existe la idea de que esa es la naturaleza humana, y la consecuencia de ello se traduce en una posición política ligada al miedo y al control. Pero hay desastres que nada tienen de natural, aunque arrasen de una manera parecida a un cataclismo, arrojan al ser humano a conductas muy poco naturales. Ocurrió con la estafa del Fyre Festival. Fue un evento promocionado como VIP en una isla del Caribe, que habría pertenecido antes a Pablo Escobar (a fin de cuentas, el narco es el gemelo de la vida VIP), pero que no contaba con nada de lo que ofrecía. Varios miles de jóvenes terminaron varados en un infierno del que no tenían cómo salir, sin agua ni comida, incluso se habló de crisis humanitaria; así como la balsa de la Medusa o una película distópica, irrumpió la locura y la violencia para acaparar papel higiénico.

Se trata de la indecencia, sin moral que cuente. Pero de ningún modo es el momento de alguna verdad revelada sobre lo humano. Es más bien la desintegración de lo humano, en tanto animal social, bajo situaciones extremas, muchas, provocadas por la propia especie.

Es una definición arbitraria, pero diré que la indecencia es la falta de conflicto con el límite de nuestra finitud: en el exceso de presencia de la muerte, como en los casos citados; pero también en su reverso, la negación rotunda de ésta. En ambos casos falta una distancia conflictiva con nuestra mortalidad, con un límite. Es el caso de la guerra, en que la muerte se banaliza; pero también de la estadística, que puede redondear una cifra de muertos; por su parte la idea de progreso capitalista es romper todo límite, incluso el de la muerte; o bien, una revolución que justifica matar con tal de alcanzar un paraíso sin conflicto.

La conciencia de muerte es la que nos anuda a la vida, una vida en conflicto entre deseo y ley. Mientras que cuando la muerte es una verdad rotunda, muy cerca, las vidas suelen volverse intensas, suicidas, como la del guerrero de pandilla. Desde el otro lado, cuando se niega, por tener dinero, juventud o locura, la muerte retorna desfigurada, como en una enfermedad venérea o un rostro monstruoso de cirugía para vencer a la vejez. Planificar toda la vida o correr en un auto caro pueden tener el mismo lado opaco que una aplicación desarrollada en el primer mundo: un cuerpo que se enferma, un accidente, un trabajador precarizado.

La indecencia es la imposibilidad de ver lo finito y hacerse cargo de lo que eso implica.

No basta de ninguna manera con acusar a otros de indecencia (aunque haya que hacerlo muchas veces). La izquierda se vuelve pesadilla cuando supone que es portadora de una moral superior; la vida como regla tiene también su lado indecente, no es difícil distinguir el sadismo de quien sanciona con gusto, o que el uso de la “e” no garantiza la inclusión ni la amabilidad. No es necesaria una moral superior para ir contra el desastre de la indecencia; para apostar por la vida alcanza con, como la llamó Orwell, una “decencia común”, que al menos recuerde que somos mortales. Como Alba Rico, pienso que hay cosas, como el amor y el sexo, que conviene disputárselas a la derecha, pero que tampoco conviene que sean de izquierda. Una moral mínima es la de reconocer nuestra dependencia al cuerpo, al otro y al mundo. Si se asumen las consecuencias de ello, eso ya es suficientemente de izquierda para empezar. Nos volvemos mejores personas, no por buenos, sino que cuando no estamos en peligro.

Decencia y libido es lo que hay que defender, me dijo una amiga. Le encuentro razón, una ciudad sin deseo es un lugar mecánico, donde se estudia cómo amar, pero se olvidan los muertos. Y una ciudad indecente es en la que el deseo y la libertad no se reconocen como cosas que nos anudan a otros, sino que como cortocircuitos, como autos de carrera sin frenos. Y puede ocurrir que sus habitantes que pensaban que iban en un transatlántico, de pronto se vean en un “catastrófico fracaso moral”, matándose por un pedazo de madera para flotar en la mitad del mar.