Médicos sin pacientes... (e impacientes)
La mayor de las locuras es sacrificar la salud por cualquier otro tipo de felicidad (Schopenhauer).
En estas semanas de cuarentena, no sólo se habla de salud y encierro, pues la economía se cuela por todas las rendijas y los fantasmas de la cesantía vuelven a instalarse en nuestras conversaciones. Las historias sobre recortes “voluntarios”, renegociaciones con los bancos o despidos a cercanos, ya son trending topics en nuestros dispositivos y en nuestras mesas.
La anunciada crisis económica preocupa a casi todos por igual e incluso doctores y dentistas, acostumbrados a tener la consulta llena pese a las crisis, reconocen mirar con preocupación la agenda, pues sus horas están tan vacías como las calles.
Y este panorama trae a mi mente la historia de un cliente que atendí años atrás, cliente que por ese entonces llegó a mi consulta de forma “voluntaria”, pues tal como me relató nada más entrar, “estoy aquí porque ni mi señora ni mis hijos me aguantan más en la casa”.
Tras esta introducción, Germán, así llamaremos a este doctor, me lanzó su extenso currículo sobre la cara, sin omitir escuelas, hospitales extranjeros, especialidades logradas, cátedras y una serie de éxitos que hacían inexplicable que un hombre como él estuviera cesante y hablando con un tipo… como yo. Un psicólogo.
Rápidamente pasamos al interrogatorio sobre mi formación. Tras darle un par de pincelazos, Germán procedió, entre una referencia y otra, a preguntarme si conocía a tal o cual doctor, recordándome, que los padres de mi pseudo-ciencia, también eran cuestionados doctores.
Pero los intereses de mi cliente -a quien por suerte no le interesó en lo más mínimo mi formación como coach- no se limitaban al ámbito de la salud y me dijo que en estos meses en casa había tenido la suerte de repasar sus lecturas de juventud. Principalmente Heidegger, Nietzsche, Karl Popper y una serie de pensadores y de médicos filósofos que en mi vida había escuchado.
Sorprendido por mi ignorancia, me preguntó si estos no eran requisito en la carrera de psicología. Reconocí haber visto algunos y acto seguido pasó a dictarme una cátedra sobre la salud mental desde la perspectiva de Nietzsche y Schopenhauer.
Al principio lo escuché con cierta incomodidad, pero tras unos minutos quedé doblemente sorprendido, pues me entretuvo la casi media hora que habló sin parar y me confirmó que iba a volver. Antes de cerrar la puerta, me recomendó leer Ecce Homo y con una sonrisa cómplice, me dijo: “Es cortito, alcanzas a leerlo de aquí a la próxima sesión”.
En nuestro segundo encuentro, Germán, tras un breve silencio, se disculpó por su comportamiento. Salí contento de la primera sesión, pero cuando mi señora y mi hija me interrogaron, fui duramente reprobado. Mi hija, exasperada, me dijo que la idea era que hablara de mí, de mi situación personal, laboral y que no siguiera dando cátedra a cuanto mortal se me plantaba por delante. Mi señora, muda, no hizo más que un gesto afirmativo. No saltó en mi defensa como acostumbra y ahí me sentí profundamente solo. Es cierto Cristóbal… no me gusta hablar de mi situación, pues estoy sin trabajo por el cuento más antiguo del mundo”.
Tras recordarle mi nombre, Germán me preguntó si sabía de qué hablaba y tras decirle que no del todo, me recomendó leer a Shakespeare. ¿Te gusta la literatura? Ante mi respuesta afirmativa, Germán continúo hablando.
“Me alegra que te guste la literatura y yo te recomendaría, ya que no lees filosofía, que le hincaras el diente a Shakespeare. Ahí está todo lo que hay que saber de los seres humanos. Y claro, los cuernos, los cuernos son el origen de la tragedia. Ahí está todo y por eso guardo silencio. ¿Cómo le voy a explicar a mi señora que estoy estacionado en el living porque un pez gordo se vengó de mí? ¿Cómo le explico a mis hijos, sobretodo a mi hija, que la inexplicable razón de mi salida es un lío de faldas con una alta funcionaria que estaba en la mira de otro? Sinceramente no sé bien que hacer, como levantarme o reinventarme, pues hace años que no ejerzo mi profesión ni la docencia. Llevo demasiados años en giras, viajes, congresos, hoteles, básicamente ocupando y otorgando ridículos cargos. Y ahora siento como si me hubiera caído de la torre. No sé por dónde empezar, pues si me pongo a tocar puertas conocidas o a insistir para que me reincorporen, van a salir todos los fantasmas del closet. ¿Me entiendes Cristóbal?
No mucho Germán… pero creo que algo capto.
Notoriamente exasperado, Germán se paró del sofá y se puso a mirar por la ventana. Aunque no sabía su edad, probablemente rondaba entre los 50 y los 60. Tenía el pelo absolutamente blanco, pero su espigado porte y su contextura atlética balanceaban la ecuación. Sin mirarme, recitó las siguientes palabras:
“La felicidad de mi existencia, tal vez su carácter único, se debe a la fatalidad: yo, para expresarme en forma enigmática, como mi padre ya he muerto, y como mi madre todavía vivo y voy haciéndome viejo”.
Se produjo un silencio trágico, pero para mi fortuna, me había leído las primeras páginas de Ecce Homo y le comenté a mi cliente que reconocía esas palabras. Germán sonrió con amargura, se sentó y guardó otros pesados segundos de silencio.
“Lo que te acabo de recitar se me grabó a fuego desde mi juventud, una juventud en que también descubrí las historias de faldas de mi padre. Pepe Donoso… ¿sabes de quien hablo? Pepe retrata muy bien ese entorno. La vida era así en ese entonces y por mucho que lo odiara y me avergonzara, terminé reproduciendo su modelo. Las historias de mi padre eran interminables. Los dramas de mi madre igual. Siguen vivos y hoy parecen unos tiernos abuelitos. Mi viejo también se cambiaba de hospitales y de clínicas de tanto en tanto, por las mismas razones y ahora me encuentro igual de inactivo que él. Mi padre no hace más que ver noticias y amargarse después de recordar sus glorias pasadas. ¿Voy para allá a mis 57 años?
Germán no habló más, miró su reloj de pulsera, se puso de pie y con una sonrisa sarcástica me preguntó si había elegido el sofá más incómodo para que mis pacientes se levantaran a la hora. No alcancé a responderle y me puso una mano en el hombro y recitó mirándome a la cara: “Cuando me encontraba casi al final comencé a reflexionar, por el hecho de encontrarme así, sobre esta radical sinrazón de mi vida -<<el idealismo>>-. La enfermedad fue la que me condujo a la razón”.
Dicho esto, Germán abrió la puerta de mi consulta y me confirmó la sesión de la próxima semana.
Finalizada mi jornada, llegué a casa y busqué las últimas palabras de Germán. Ahí estaban, entre medio de un capítulo titulado, ¿Por qué soy tan inteligente?
Sonreí y sonrío hoy al recordarlo, pues en momentos donde la carga de trabajo disminuye y la preocupación sobre el futuro aumenta, se agradece que alguien en medio de una crisis te ayude a reflexionar.
En consulta nunca más tuve un cliente Nietzcheano, pero a muchos les he contado esta historia y se han sorprendido del peligroso idealismo en el que han vivido todos estos años. Así me lo confirmó un joven doctor a quien recibí la semana pasada, quien, en años de ejercicio de la profesión, nunca se imaginó que esto podía pasar.
“Me parecía super lógico que siempre me fuera bien y que cada vez me fuera mejor. Así fue mi escolaridad y mi paso por medicina y cuando empecé a trabajar sentí, con sus subes y bajas, que las cosas eran así, siempre creciendo, siempre avanzando. Terminar la subespecialidad, un curso por ahí, un seminario por allá, trabajar en una clínica, en un hospital, vivir siempre a mil y supuse que en algún momento iba a llegar a un valle y que iba a trabajar menos y ganar más. Y ahora parezco un hámster en la casa. Leo en mi iPad acostado en la cama, veo Netflix sentado en el living, me subo a la bicicleta en el rodillo, camino por el jardín, cocino con mi señora y así todos los días, como en la película de la marmota. ¿La conoces? Bueno, así, tal cual, todos los días iguales y nada. Tendré que aprender a esperar, mientras veo como mis reservas se esfuman, pues si sigo así, en cuatro meses se me acaban las lucas”.
Continuará…
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