Médicos sin pacientes (y las enfermeras superadas): 2ª parte
En los hombres duros la intimidad es una cuestión de pudor – y algo precioso (Friedrich Nietzsche).
Hace tiempo atiendo en mi consulta particular a un grupo de enfermeras que transitan entre la investigación y la UCI. Llegó una, después ésta le recomendó venir a otra, y así sucesivamente hasta la fecha. Esta semana, por primera, todas cancelaron sus sesiones y tuve que llenar su ausencia con recuerdos.
En octubre de 2018 me invitaron a dictar una charla sobre trabajo en equipo en las instituciones de salud. Parece que hablo de un mundo atrás, pues esto ocurrió en un Congreso organizado en el Hotel O’Higgins de Viña del Mar. Los salones estaban abarrotados de profesionales de la salud de distintos países y me sentí en otra dimensión cuando antes de hablar, tuve que escuchar un concierto de piano y mirar un espectáculo de bailes nacionales.
Más allá de las anécdotas, trabajando con ellas he podido dimensionar, si es que esto es posible, lo que es trabajar en una UCI. Una vida de urgencias, de enfermedades y muertes, por lo que es clave trabajar el auto-cuidado, la compasión y el trabajo en equipo. En este contexto, mi único alivio era pensar, que si alguna vez termino en una UCI, habrán profesionales altamente capacitadas y personas extraordinariamente humanas.
Pasa el tiempo y ahora estamos todos atentos a lo que pasa con nuestra salud y con la de nuestros seres queridos. También estamos pendientes de la salud de los vecinos, de los inmigrantes, de los desconocidos, de los distintos. Sí, se ha instalado la paranoia y sus creencias asociadas, pero también es cierto que hay un grupo humano de profesionales inmunes a nuestros pobres virus mentales.
Sí, hay enfermeras que hace meses se preparan para esta catástrofe sanitaria y esta semana me anunciaron su ausencia por WhatsApp: “Estamos superadas”. Así, vuelvo a octubre del 2018, a ese Hotel O’Higgins francamente venido a menos. Aún así, no puedo creer que exactamente un año después ese histórico ícono haya tenido que cerrar sus puertas por la cara más violenta e irracional del estallido social.
Y si vuelvo a esas semanas de incertidumbre, recuerdo que las enfermeras que atendía seguían atravesando Santiago para llegar a mi consulta después de una extenuante jornada. Sí, a parte de trabajar de cerca con la muerte puertas adentro, al salir a la calle se volvían a encontrar con ella. Y hoy, medio año después, la muerte nos rodea a todos.
Pero no hablamos de ella, hablamos del coronavirus, del Covid-19, del número de infectados, de estadísticas, datos y estudios. Incluso cuantificamos los muertos, los comparamos con otros países, hacemos equivalencias complejas, analogías y hasta regalamos metáforas… pero sin ahondar en ella. Una muerte que hoy muestra su peor cara… el aislamiento y la soledad.
Y así, en estos días previos a una inédita cuarentena en la gran capital, retomo la historia del doctor Germán, quien, religiosamente, venía semana a semana a mi consulta, pues tal como declaraba, éste era lejos su mejor panorama.
- “Antes no entendía como la gente podía venir al psicólogo a contar sus penas ni tampoco concebía que alguien medianamente inteligente quisiera escuchar problemas ajenos que, por lo demás, estaba convencido que eran en su gran mayoría muy poco interesantes. En fin, ahora que estoy cesante, leer y venir acá es lo mejor que me pasa. Me alegra venir, pero no creas que no me cuestiono. ¿Por qué tengo que pagar para hablar? ¿Por qué no puedo hablar así con mi familia, con mis amigos?, pues salvo a mi señora y a mis hijos, uno le importa bien poco a los demás cuando estás sin trabajo. Las primeras semanas me llamaron harto, pero la verdad es que más que querer saber de mí, querían copuchar. Pasadas las semanas la copucha perdió interés y francamente la única que me llama por teléfono es mi señora y mi ex secretaria, que podríamos decir que son básicamente lo mismo”.
- ¿Cómo es eso?
- “Pues mi señora y mi secretaria se han encargado, toda la vida, que yo no me ocupe de cosas mundanas. Tras estudiar medicina, me alejé de la vida práctica. Terminada la beca y con las especialidades y subespecialidades ya aprobadas, me fui alejando de la clínica, de la técnica y supongo que la vida me fue llevando cada vez más alto. Volé como una pompa de jabón. Subí y crecí en este enrevesado mundo de la salud mundial, sin nunca prever que en algún punto, la burbuja podía reventar. ¿Y cómo iba a creer que eso era posible si hasta un par de meses atrás seguía, ya no te diría elevándome, pero sí flotando en las alturas?
- ¿Está triste Germán?
- ¿Cómo es eso?
- ¿Tiene pena? ¿Le da tristeza hablar de lo que está hablando?
- No sé de qué me hablas Cristóbal.
- Sebastián, me llamo Sebastián…
- Disculpa Sebastián…
- A ver, se lo pongo de esta forma. A mí me pasan cosas con su relato. Lo escucho y siento cosas. Tengo claro lo que siento, pero quisiera saber que siente usted.
- Ahhh… pues no siento nada… no sé… supongo que los médicos estamos entrenados para no cometer errores y para no sentir emociones en los momentos críticos…
- Entiendo, pero ya no estamos en una urgencia ni en la escuela de medicina. Estamos en una consulta psicológica y usted me está me está contando que su vida, o su burbuja, reventó. ¿Qué siento con eso?
- “Ahhh… pues al principio sentí rabia… después de eso, o de manera paralela, miedo, miedo de que se ventilase el porqué de mi abrupta salida… Sí… la verdad es que me daba pánico que mi familia sufriese y pasase por lo que yo tantas veces pasé con mis padres… y supongo que ahora estoy cansado, aburrido, un poco amargado, pero triste no. Tal vez, algo melancólico”.
Durante meses trabajé con este Dios de pies de barro, expresión que me regaló un médico internista que leyó la anterior columna. Sí, fueron semanas y semanas de dar vueltas alrededor de las cosas, de bordear las emociones más tristes sin tocarlas, de teorizar e intelectualizar todo… para no hablar de nada… humano…
Hoy, a años de esta historia, me sigue sorprendiendo como Germán, gracias a estas defensas, se sostuvo prácticamente seis meses inactivo, tras los cuales decidió aceptar un cargo directivo en el sistema de salud criollo y otro en una clínica privada. Como me dijo, ya no estaba en las grandes ligas, pero “no sólo de pan, lecturas y terapia vive el hombre”.
Nunca más lo vi, pero en contexto de cuarentena apareció en mi pantalla Jaime, un doctor que había recibido mis referencias de don Germán.
“Hola Sebastián, bueno, Germán me habló de ti, me dijo que podía hablar contigo. El trabaja en la misma clínica y en el mismo hospital que yo y a veces nos hemos ido juntos en auto. Bueno, la verdad, yo llevo al doctor Germán de arriba para abajo. Al principio te reconozco que me cagaba de miedo, porque hablaba de webadas muy elevadas y tenía fuertes opiniones de todo y de todos, pero a medida que pasaron los meses empecé a disfrutar estos viajes. No solo por llevar en auto a un alto directivo, sino porque entre el hospital y su casa, me hablaba de su vida, de filosofía, de arte y política. Te reconozco que soy bien ignorante en todas estas cosas, pues desde niño estudié para ser doctor, ese era mi único norte y creo que no he hecho más que esto en mi vida. Estudiar para ser el mejor en lo que hago. Y creo que al menos en Chile lo soy, pero al lado de Germán me di cuenta que hay demasiadas cosas que no cacho. Al principio, como te dije, me asustaba, después lo empecé a disfrutar y mi señora me hizo ver que por fin estaba aprendiendo cosas nuevas. Es cierto, aprendí mucho y cuando pasó lo del estallido, el me informaba, me hacía pensar y no me daba cuenta que hablar con él me tranquilizaba, hasta que ahora, con la cuarentena, se acabaron esos viajes, se acabó la consulta y he pasado encerrado en casa con mi señora y los niños. Supongo que has escuchado mil historias iguales, pero al principio me lo tomé super bien e hice todo lo que nunca había podido hacer. Supuse que estaba preparado para un par de meses así, pero no. No lo estoy y ahí llamé a Germán y él me recomendó hablar contigo”.
Jaime no paraba de hablar y me confesó que aparte de hacer deporte, nada lo calmaba. Los libros se le caían de la mano, las series lo incomodaban y las noticias no las veía y a sus ojos, todos en la casa llevaban la cuarentena mejor que él.
“Mira, he fingido bien, hago como que estoy en calma, pero yo no soy como Germán. Estoy cagado de miedo y no sé qué hacer. Estoy todo el día alerta y aunque me acuesto agotado, duermo mal. Mi velador está lleno de pastillas y antes de tomarlas analizo todos los pro y los contra de hacerlo y me trato a mí mismo como un paciente. Supongo que así mantengo activa mi cabeza. Aunque tengo plata, me preocupa lo que va a pasar después. Mi señora, por suerte tiene harta pega y he podido apoyarla con la casa y los niños para que ella trabaje. Eso me mantiene activo, pero apenas paro, me desespero. Antes vivía entre la clínica y el hospital y ahora lo hago entre la pieza y la cocina. Mis hijos dicen que no sé estar tranquilo y disfrutar. Tienen razón, pero siempre viví a mil, ultra enfocado en la pega, sin hacerme ninguna de las preguntas que se hace German sobre la vida y la muerte. Y estas son las webadas que hoy no me dejan dormir”.
Así, sin nunca hablar de la muerte, todos la bordeamos e incluso los que viven y trabajan con ella le hacen el quite. Esta semana las enfermeras, ausentes en mi consulta, lidian directamente con ella, pero dudo que tengan tiempo para cualquier cosa que no sea actuar. ¿Tristes? Sí, una me dijo que le daba pena saber que no iba a ver a su madre, que vive fuera del país, hasta, calcula, septiembre, mientras a Jaime, lo que más lo bajonea es saber todas las cosas que su hija menor se está perdiendo en su último año escolar.
Para terminar, lo haré emulando a Don Germán, quien cuando estábamos terminando nuestro proceso, me regaló esta sentencia, tras preguntarte si en algún momento de la terapia, la cesantía o, incluso de su existencia, había sentido pena. “No Sebastián, los hombres duros no sentimos esas cosas, pues como dijo Nietzsche en más allá del bien y del mal, las grandes épocas de nuestra vida son aquellas en que nos armamos de valor y rebautizamos el mal que hay en nosotros llamándole nuestro mejor bien”.
Revisa la primera parte de esta columna en este link