Palabras al Cierre para un país que se despide
El Chile que vivimos se despide. Vive sus últimos días. Tiene que transformarse obligadamente. Cambiar su piel. Entrar a pabellón para volver a nacer. Nadie sabe si será parecido o muy distinto al país que nos hizo orgullosos.
Septiembre de 2020, ya finalizado, será recordado como el último mes de nuestra era. Aunque parezca difícil de creer, estaremos viviendo esos hitos que abren y cierran espacios en las líneas de tiempo. Que se achuran con otras líneas o se pintan de otros colores. A contar de un Plebiscito cuyo resultado ya está escrito, entraremos en terrenos desconocidos. Un destino insospechado para un país durante tantos años considerado modelo de paz y prosperidad.
Más allá de los romanticismos y los voluntarismos infantiles, una hoja en blanco constituye una manera muy poco racional de enfrentar cualquier problema. El progreso humano es por definición incremental. Se construye sobre la experiencia y la evidencia de éxitos y fracasos.
Y la evidencia que deja el Chile sobre el cual se pone el sol dice lo siguiente: Entre 1990 y 2018 Chile fue el país que más creció en el continente americano; alcanzó el mayor PIB per cápita de Latinoamérica; disminuyó la pobreza de 40% a 8%; multiplicó por 4,4 los ingresos del 10% más pobre; disminuyó la desigualdad, medido por el índice Gini, de 0,54 a 0,45, y multiplicó por 10 el presupuesto de gobierno medido en US$.
La excepción latinoamericana, el fruto de “El Modelo”. Chile, saliendo de un período de enfrentamiento fratricida y de un estancamiento económico secular, se transformó en uno de los países que más progresó en el mundo occidental, en democracia y calma institucional.
A los ojos de cualquier observador objetivo, este período de 30 años sería calificado como “Los Años Dorados”, u otra frase cliché por el estilo. Y está bien. El Chile que se acaba no era perfecto, pero la Belle Epoque Francesa ni el Siglo de Pericles tampoco lo fueron. Se trató simplemente de períodos de progreso generalizado y paz social, que, contrariamente a lo que se piensa, sobre todo en países del Tercer Mundo, constituyen más la excepción que la regla.
Estas debiesen ser unas justas palabras al cierre. Por más que durante años los campeones del vaso medio vacío y la queja sin propuesta ni evidencia hayan trabajado sin cesar por enlodar nuestra autoestima. Por más que haya escuchado tantas veces lo que falló o que no se logró, como las mejoras al sistema de pensiones o de educación, los escándalos políticos y empresariales (¡qué país no los tiene en 30 años¡) o el estrés de la deuda y el consumo. Más allá de esos errores, nadie debe quitarnos el orgullo por el país que construimos y que creció ante nuestros ojos.
El Chile que vivimos se despide. Vive sus últimos días. Tiene que transformarse obligadamente. Cambiar su piel. Entrar a pabellón para volver a nacer. Nadie sabe si será parecido o muy distinto al país que nos hizo orgullosos. Ojalá seamos sabios para decidir nuestro destino. Ojalá dejemos de lado el voluntarismo para mirar con objetividad los errores que han producido dolorosos fracasos en casi todo nuestro subconbtinente, con su estela de desastre moral y económico.
Damos vuelta la página y está en blanco. El viejo Chile ha muerto. Ojalá el país que lo suceda haga honor a su legado.
-El autor es emprendedor y panelista de Información Privilegiada
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