Pérdida de clases por balaceras y narco-funerales

Colegios sin clases

El alto número de días perdidos, así como de establecimientos afectados producto de la violencia, ilustran sobre los graves efectos sociales que se generan cuando el Estado no es capaz de brindar seguridad.



“Los estudiantes al momento de la balacera deberán permanecer en las salas de clases, recostados en el piso, de preferencia boca abajo, sin levantarse, cubriendo su cabeza con brazos y manos, evitando observar lo que está sucediendo (…) La zona de seguridad es el PISO (…) La palabra clave será ‘ALERTA’, informada mediante el megáfono de emergencias”. Estas son parte de las instrucciones que contiene un protocolo elaborado por un colegio de la comuna de Maipú en caso de que tenga lugar un enfrentamiento con disparos, una realidad que se multiplica en distintos puntos del país, donde colegios, universidades, comercio y los vecinos en general deben suspender actividades o buscar refugio ante las amenazas o enfrentamientos de grupos armados. El simulacro de balacera que realizó hace unos días un colegio de Renca generó indignación y a la vez conmoción, pero es parte de la peligrosa cotidianidad que hoy deben soportar miles de personas.

Las balaceras en plena vía pública y los narco-funerales se han vuelto amenazas recurrentes, cuya proliferación está generando efectos devastadores sobre quienes las padecen. Este medio logró acceder en exclusiva al levantamiento de información a nivel nacional que realizó la Subsecretaría de Educación sobre suspensión de clases producto de situaciones externas a las comunidades educativas asociadas con hechos de violencia, principalmente balaceras y narco-funerales. El catastro, que contempla desde el inicio del año escolar en marzo hasta el martes 25 de abril, arroja que las suspensiones de clases han afectado a 122 establecimientos educacionales, 75 de los cuales corresponden a recintos de enseñanza básica y media, y 47 a educación parvularia. En conjunto, se han perdido 156 días de clases, verificándose que cada día 3,2 recintos se han visto en la necesidad de suspender sus clases producto de este tipo de violencia.

Si en casi dos meses de clases se ha perdido esta cantidad de jornadas, es fácil advertir el impacto que esto puede llegar a tener si en lo que resta del año la situación no cambia drásticamente. Para ilustrar la extensión que puede generar este tipo de eventos, basta recordar lo sucedido el 21 de marzo en Valparaíso, donde del orden de 15 establecimientos, entre colegios, universidades y jardines infantiles, se vieron en la obligación de suspender parcial o totalmente las clases a raíz de un narco-funeral.

La afectación de clases afecta sobre todo a niños y jóvenes de sectores socialmente más vulnerables, amplificando con ello las fuertes brechas que ya existen con la educación privada, y complotando contra la necesidad imperiosa de recuperar la normalidad de los aprendizajes, luego del daño a gran escala que produjo el extenso confinamiento producto de la pandemia, considerando que Chile fue uno de los países que más tiempo tuvo cerrados sus colegios a nivel global (259 días). Pero a ello cabe agregar los efectos en salud mental que generan situaciones de violencia extrema, algo que requiere ser mucho mejor cuantificado, por sus obvias implicancias. Difícilmente hay otra generación que pueda contar como parte de sus recuerdos de niñez que debió refugiarse en sus salas de clase o hacer simulacros tendidos en el piso producto de balaceras.

Esta realidad se inserta dentro de la crisis de inseguridad por la que atraviesa el país, la cual ha desbordado todos los marcos, generando sentimientos de indignación generalizada en la ciudadanía. Los hechos conocidos exigen respuestas inmediatas de parte de la autoridad, sin perjuicio de medidas de más largo plazo que se hagan cargo de la multidimensionalidad del fenómeno de la delincuencia. En tal sentido, resulta inconcebible que un funeral tenga la capacidad de semiparalizar vastas zonas de una ciudad, y que allí pueda tener lugar el uso impune de fuegos artificiales o armamento, con disparos al aire, o que incluso algunos de sus integrantes se den el lujo de cortar calles.

Los narco-funerales son más frecuentes de lo que se piensa -en los últimos cuatro años han tenido lugar más de 1.500-, pero ello en ningún caso debería ser pretexto para que la acción del Estado se repliegue o se naturalicen eventos de esta naturaleza. Además de procurar perseguir penalmente a todos quienes protagonicen hechos de violencia en estas actividades, cabe abrirse a estudiar la implementación de condiciones más estrictas para el desarrollo de funerales calificados de alto riesgo por la autoridad, por ejemplo, que se desarrollen en la madrugada y con límites acotados de tiempo, tal como han propuesto algunos proyectos de ley presentados por grupos de diputados.

El Ministerio de Educación también es consciente de la gravedad que representa la violencia generalizada para las comunidades educativas, y para estos efectos emitió hace poco las “Orientaciones para la prevención y el manejo de emergencias ante situaciones críticas”. Haber llegado hasta este punto representa un evidente fracaso de las instituciones del Estado, lo que urge revertir, pues la sociedad no puede acostumbrarse a vivir atemorizada.

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