¿Populistas o impugnadores?
La etiqueta de populistas puede ser correcta desde la ciencia política pero no se hace cargo de los hechos: el Frankenstein que han creado es un síntoma más de la negación del diálogo y del juego adversarial. Y los tiene acorralados, aunque lo motejen de populista.
A diferencia de la mayoría ciudadana, la elite política está polarizada y pareciera que anestesiada ante los costos que pagará por ello. Así queda establecido en una reciente encuesta de Criteria, donde un amplio porcentaje de las personas encuestadas cree que a los parlamentarios “les importan más sus ideologías que el bienestar del país” (87%) y “que promueven el conflicto y polarización del país” (75%).
Un juicio que, a la luz de los hechos, se asienta en la realidad. ¿Qué otra cosa puede concluir un simple mortal que escucha que el Parlamento ha destinado el doble de días sesionados a acusaciones constitucionales que a discutir proyectos para aliviar la emergencia sanitaria y económica? A las nueve acusaciones que han enfrentado al gobierno y a la oposición, se agrega la polarización al interior de ambos bloques, unos por la incapacidad de lograr acuerdos electorales, los otros tirándose los platos por el proyecto del 10%. Es decir, todos peleados con todos.
Lamentablemente, pareciera que el principal ideario político en el Parlamento es disputar el poder, ya se verá para qué. En este escenario, la búsqueda de adversarios y la farandulización de las formas son el acicate disponible para buscar la diferenciación por contraste. Eso produce la falta de identidad política, de algo tan básico como saber cuál es el ideario al que se adscribe y cuál es el proyecto que de ahí se desprende. “No sé qué quiero, pero sé lo que no quiero”, decía Calamaro. Así, invalidar, anular, negar al otro se tornan modos habituales de construir identidad por oposición.
Esa dinámica polarizadora pone a los egos en disputa como referentes y como foco de la conversación, generando un espiral de rabia ciudadana contra las mismas élites, percibidas más preocupadas de ganar el gallito del día que de dar conducción a las demandas de la ciudadanía.
Mientras las grandes mayorías contemplan impávidas las refriegas de esta elite política, validan la necesidad de dialogar para construir consensos, tal como lo evidencia un estudio realizado entre la plataforma ciudadana TQHDC y Criteria que debiera resultar desolador para los amantes de la polarización: la ciudadanía ya no cree ni espera nada bueno del diálogo entre políticos y por lo mismo es renuente a que el proceso constituyente sea monopolizado por políticos profesionales, categoría en la que cabe todo el Congreso.
Una frustración ciudadana ante la incapacidad de diálogo proyectada en el mundo político que abre el escenario a quienes se plantean como impugnadores implícitos o explícitos de esa elite parlamentaria. El escenario se abrió primero por el lado de los alcaldes. Tras el estallido social, la pandemia y la crisis económica, los ediles no solo parecieron, sino que efectivamente fueron sentidos como cercanos, empáticos y preocupados de las necesidades de sus vecinos. Mientras un 60% de las personas valoraba en la encuesta Criteria de septiembre el aporte de los alcaldes durante la pandemia, esta valoración llegaba sólo a un 13% en el caso de los diputados y senadores.
Recientemente, se le ha abierto un nuevo flanco a esa elite parlamentaria adversarial, un flanco que con códigos faranduleros los está impugnando –por izquierda y derecha– como irrelevantes, insustanciales e infantilmente pendencieros. La farándula es un arte al servicio del pueblo; ustedes, un conjunto vacío al servicio de sí mismos, parece decirles Pamela Jiles.
La respuesta de los impugnados ha sido tildar rápidamente y con más o menos énfasis como populista a quienes los han desafiado por el cariño ciudadano. ¿O no ha sido así en el caso de los alcaldes Lavín y Jadue mientras han punteado en las encuestas presidenciales? También lo es ahora en el caso de Jiles.
La etiqueta de populistas puede ser correcta desde la ciencia política pero no se hace cargo de los hechos: el Frankenstein que han creado es un síntoma más de la negación del diálogo y del juego adversarial. Y los tiene acorralados, aunque lo motejen de populista.
Puede que haya tiempo de retomar el diálogo, o de facilitar que éste sea encauzado en el proceso constituyente. Personalmente -y en sintonía con las grandes mayorías- estoy pesimista.
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