Preocupantes señales en normas transitorias
Debe calibrarse la potencial amenaza que reviste para la democracia el que se faculte al Mandatario para resolver ciertas materias sin el concurso del Congreso, o peor aún, que se pretenda colocar plazos perentorios al Poder Legislativo.
En el marco de las deliberaciones que ha sostenido la Comisión de Normas Transitorias -instancia que forma parte de la Convención Constitucional, y cuyo objetivo es dictar las reglas que permitan una transición entre la actual Carta Fundamental y la que se ha propuesto, en la medida que sea aprobada- han surgido una serie de propuestas que distan de ajustarse a los principios básicos que deben orientar a cualquier democracia que se precie de tal.
Una de las que ha generado cuestionamientos, es aquella que busca entregar al Presidente de la República la facultad para ir adecuando por decreto ciertas materias que se estimen fundamentales para el buen funcionamiento del Estado, una vez que eventualmente entre a regir un nuevo texto constitucional. La idea encontró sustento a partir de la propuesta que formuló el Contralor General de la República ante dicha comisión, quien planteó la posibilidad de que se pueda crear la figura de un decreto con fuerza de ley adecuatorio, potestad que -conforme al contralor- se debería reservar fundamentalmente para aquellas normas relacionadas con la administración del Estado, y siempre sujeto a control, planteamiento con el que ha concordado el gobierno. Algunos convencionales de hecho presentaron indicaciones para que en materia de seguridad social esta se adecue a los nuevos lineamientos vía DFL.
Con todo, un aspecto que resulta mucho más controversial es la voluntad de un amplio grupo de convencionales para imponer plazos perentorios al Congreso en una serie de materias. Es el caso, por ejemplo, del Consejo de la Justicia, donde algunos buscan que si la propuesta que envíe el Ejecutivo no se despache en un plazo de dos años, regirá lo que proponga el Mandatario. El ministro Secretario General de la Presidencia también había sugerido que, como parte de las normas transitorias, deberían establecerse plazos para que el Congreso se pronuncie sobre ciertas materias fundamentales, o de lo contrario debería resolver el Ejecutivo, para así evitar que la nueva Constitución sea “letra muerta”.
Si bien es un hecho que una Constitución tan extensa como la que se ha propuesto tomará tiempo en ser implementada, la puesta en marcha de una nueva institucionalidad no puede partir ignorando aquellos aspectos que son esenciales en una democracia, como es el rol indelegable que le cabe al Congreso para aprobar las leyes de la República. El ordenamiento constitucional habilita entregar al Presidente la facultad de dictar DFL, pero ello supone una delegación que debe ser conferida previamente por el Congreso, en las materias que así autorice, por lo que es una anomalía que ello no fuera así.
Todavía más complejo es que se pretenda poner límites al Poder Legislativo para la aprobación de ciertas normas. No cabe de ninguna manera relativizar o desconocer el rol del actual Congreso; este goza de plena legitimidad y por tanto ha de ser la instancia donde se discutan todas las leyes adecuatorias del caso, sin perjuicio que en uso de sus atribuciones delegue ciertas materias para ser resueltas vía decreto. En ese mismo orden de cosas, resulta abiertamente peligroso que se pueda validar la noción de que la sede legislativa puede llegar a ser reemplazada por la voluntad del Ejecutivo si dentro de plazos discrecionalmente establecidos no logra aprobar determinadas leyes. Esto atentaría contra el principio de separación de poderes -lo cual nos acercaría a regímenes de corte autoritario- y debilita el rol del Congreso como eje central de una democracia.
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