Columna de Hernán Larraín F.: Recordando a Jaime

jaime guzman


Corría 1965 cuando ingresé a estudiar Derecho en la Universidad Católica, en su vetusto edificio de Alameda 340. Eran tiempos turbulentos que presagiaban un futuro incierto. En los pasillos de la facultad había mucho debate. En esos afanes conocí a un joven algo mayor que yo que argumentaba con inteligencia y pasión, atrayendo a muchos a oírlo. Era Jaime Guzmán, con quien iba a iniciar una amistad que perduró hasta su muerte, hace 34 años. Nos hicimos amigos discutiendo de religión.

Jaime tenía una gran formación teológica y filosófica, mientras yo venía imbuido de la Doctrina Social de la Iglesia aprendida en el colegio, lo cual nos hacía mirar nuestra fe desde prismas diferentes, que fuimos sintonizando luego de largas horas de conversación. Desde entonces, siempre volvíamos al tema y, no olvido, especialmente a raíz de su inquietud vocacional. Creía, con razón, que estaba llamado al sacerdocio y que lo que hacía en la docencia, en su obra jurídica o política, constituía un abandono de sus compromisos esenciales, lo que yo me esmeraba en rebatir ya que -le decía- él era un sacerdote laico que, además le gustaba la música y viajar.

Su vida fue una pastoral perenne, centrada en hacer concreto, cercano, accesible un mensaje espiritual por todos los medios posibles, siendo la enseñanza, incluido el trabajo personal o en grupos, y la política, sus principales expresiones. Consideraba el servicio público como una actividad premunida de la mayor nobleza por su finalidad de bien común. Jaime lograba unir ambas misiones en una sola gran labor, la de guiar y orientar en acción o palabra a quienes le rodeaban. Sus alumnos y con quienes hacía política, eran los primeros candidatos a su apostolado. Pero lo hacía en cualquier escenario, ya que tenía enormes condiciones personales, de simpatía y cariño. Este sello se sentía incluso en su participación en programas periodísticos, donde podía combinar su retórica imbatible, con el humor oportuno e ingenioso, pasando sus “mensajes” cuando fuera posible.

Ya sabemos, se le conoce principalmente por haber sido un líder político sobresaliente y de gran influencia en el devenir histórico del país en la segunda mitad del siglo pasado. Eso no lo perdonaron sus enemigos, que observaban con temor el crecimiento de su liderazgo. En 1990 asumía como senador de Santiago (oriente) ante la perplejidad de muchos, que luego lo verían constituirse en la principal figura política de la oposición. Le tenían miedo, tuvieron que matarlo.

La última vez que lo vi fue al volver de vacaciones, en marzo de 1991. Me contó de sus lecturas proveídas por un claustro carmelita. Eran textos de una profunda ascesis que requieren de una madurez interior difícil de alcanzar y que le estaban produciendo un cierto desasimiento del mundo. Tiempo después he pensado que sería una preparación inadvertida. Hasta el final, hablábamos de religión.

Le quitaron la vida, pero solo en su materialidad física, pues pervive en el corazón y pensamiento de miles. Su legado continúa y nos acompaña desde lo alto, al lado del Señor.

Por Hernán Larraín F., abogado y profesor universitario

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