Salvar la representación
Una ciudadanía que desea el trabajo conjunto de la clase política, al tiempo que desconfía de ella, y que aunque mira con esperanza el futuro, teme por la estabilidad de sus familias y vive con incertidumbre el día a día.
Es difícil no sentir vértigo frente a las elecciones de este fin de semana. Además de iniciar un abultado calendario electoral, escogeremos a los representantes de la convención que propondrán a Chile una nueva Constitución. Ya es lugar común decir que se trata de un hecho histórico, y lo es también recordar a quienes salgan electos la magnitud de la responsabilidad que asumen, que no corre solo para los convencionales, sino para los distintos cargos que serán votados estos días. Alcaldes, concejales y gobernadores cumplirán también un papel relevante en uno de los principales desafíos que acompañarán al proceso constituyente: restablecer los lazos quebrados entre política y sociedad. En eso consiste lo histórico del proceso. Aunque la mayoría enfatiza que por primera vez redactemos una Constitución en democracia y que sea por medio de una asamblea electa por la ciudadanía, lo que de verdad está en juego es salvar la representación.
La crisis abierta el 2019 no fue solo por demandas sociales insatisfechas, sino también por la incapacidad de la clase política para canalizarlas. Así, el malestar se convirtió en descontento respecto de la institucionalidad y de aquellos encargados de administrarla. Es por ello que desde el estallido hemos visto el esfuerzo desesperado de la clase política por recuperar el favor ciudadano que, sin embargo, fracasa una y otra vez. Y esto se debe en parte a que, por el momento, lo ha hecho confirmando las peores hipótesis que pesan sobre ella. Su polarización, su concentración en agendas fragmentarias, la dificultad para establecer acuerdos, entre otros, solo refuerzan la idea de su clausura. Al mismo tiempo, muchos representantes, frente a la desconfianza que pesa sobre ellos, en lugar de intentar rescatar su cargo, tienden a adherir a las acusaciones que se les atribuyen. Que “la cocina” se haya instalado como imagen para describir la política se debe también a que nuestros dirigentes han renunciado a su papel de mediación, rindiéndose a la idea de que la negociación reservada, los espacios protegidos para una deliberación libre, o la representación misma parecen estar en tensión con la posibilidad de encarnar la voluntad popular. Su tarea consistiría simplemente en ser voceros inmediatos de las más diversas reivindicaciones.
He ahí el vértigo que genera el proceso que se avecina: que por ahora no parecemos disponer de representantes dispuestos a salvar su función mediadora. Y es de esperar que los cargos electos este fin de semana estén dispuestos a ello. Pero para que eso ocurra, es fundamental tomar conciencia de que el único camino de recomposición de los vínculos con la ciudadanía es un trabajo de largo plazo que permita volver a interpretarla. Porque la sociedad actual es un dilema para la clase política. Sabe que quiere mejores pensiones, pero no así aumentar el pilar solidario ni quitar montos a la capitalización individual. Las encuestas dicen que valora a figuras como Pamela Jiles, pero también a representantes moderados como Paula Daza, o que han promovido acuerdos en el último tiempo como Yasna Provoste. Una ciudadanía que desea el trabajo conjunto de la clase política, al tiempo que desconfía de ella, y que aunque mira con esperanza el futuro, teme por la estabilidad de sus familias y vive con incertidumbre el día a día. Para esa variedad de experiencias no hay interpretación ni proyecto. Salvar la representación se juega en lograr ambos desafíos y es esa la gran oportunidad que hoy se abre.
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