Se reabre el debate por el uso de mascarillas
Es lamentable que por fallas en la planificación otra vez se tenga que restaurar su uso en colegios, convirtiendo a Chile en una excepción a nivel mundial. Con una buena tasa de vacunación quizás esto se habría evitado.
La crisis que se ha producido en la red de salud a raíz de los masivos contagios por virus respiratorios -donde se ha visto particularmente afectada la población de recién nacidos, por virus sincicial- ha traído como efecto la reinstauración del uso obligatorio de mascarillas para todos los niños mayores de 5 años en establecimientos educacionales, medida que a lo menos se extendería hasta agosto. Tampoco se descarta que el uso de tapabocas se extienda en el transporte público, considerando el riesgo que enfrentan personas de tercera edad o aquellos con enfermedades crónicas; esto porque también han aumentado significativamente los casos de influenza.
Para muchos, el regreso de las mascarillas ha representado un verdadero deja vu, pues el uso de este dispositivo había dejado de ser obligatorio en octubre del año pasado, cuando la amenaza del coronavirus ya estaba en retroceso. En ello estábamos en sintonía con la mayor parte de los países desarrollados, que para entonces ya habían terminado con su obligatoriedad o solo la mantenían para el caso del transporte público. Por ello es explicable que la medida que acaba de adoptar el Ministerio de Salud ha llamado la atención en la prensa internacional, considerando que Chile es hoy el único a nivel mundial que obliga su uso en colegios.
Desde hace meses que se sabía -atendida la experiencia que se vivió en la temporada de invierno en el hemisferio norte- que la circulación viral, sobre todo de sincicial e influenza, se vería fuertemente aumentada, a lo que cabe añadir que el Covid-19 sigue estando presente. Parte de las razones para volver a establecer restricciones forzosas es que las camas pediátricas UCI están al borde del colapso -lo que trasluce fallas en la planificación- y la vacunación contra la influenza ha avanzado a una velocidad insuficiente. Resulta decepcionante que cuando se avecina el momento más crítico de la temporada, con la llegada del invierno, poco más del 68% de la población objetivo se encuentre inmunizada, y es grave que en el caso de aquellos mayores de 65 años, el porcentaje de vacunados solo alcance al 57%. Estas cifras ahora nos pesan, pues permiten aventurar que probablemente habrá un mayor número de contagios, por tanto mayor presión sobre la red asistencial, algo que se pudo haber atenuado si más gente tuviera su vacuna.
De modo que el retorno a la mascarilla es en buena medida la consecuencia de errores cometidos por el Estado -es inevitable preguntarse por qué en otros países, también con alta circulación viral, no se ha llegado a una crisis como la que vive Chile-, que no anticipó el cuadro sanitario que viviría la red de salud, que no hizo campañas activas para fomentar la vacunación y tampoco lanzó campañas informativas a tiempo para promover medidas de prevención y autocuidado. La mascarilla puede aparecer entonces como una salida inevitable, pero es fundamental no perder de vista el costo que tiene para la población volver a tener que cargar con una serie de restricciones, las que van más allá de la afectación de las libertades individuales.
Después de más de dos años de uso continuo de la mascarilla, es un hecho que en buena parte de la ciudadanía hay una saturación con la idea de volver a nuevas restricciones. Pero sobre todo en los más pequeños -tal como se pudo apreciar en la pandemia- hay impactos todavía más directos; por de pronto, dificulta el aprendizaje del lenguaje, al no poder mirar el movimiento de la boca o captar las expresiones faciales; también puede afectar los niveles de socialización; si además su uso se extiende más adelante a la práctica de los deportes, el dispositivo también lo dificulta. Por todo ello es fundamental que la estrategia sanitaria no descanse en la mascarilla, y que restricciones adicionales solo ocurran en la medida que la salud de la población esté en riesgo inminente.
Todo este episodio deja claro que la estrategia sanitaria más efectiva es aquella que descansa en las medidas de autocuidado, donde la vacunación cobra una importancia fundamental. Todavía se discute hasta dónde es lícito establecer una obligatoriedad de la misma, entre otras razones porque choca con aspectos de las libertades individuales. La sociedad ya ha establecido que cuando hay bienes superiores en juego, es válido establecer algunas restricciones -así ocurre con el uso obligatorio del cinturón de seguridad-, y en el caso de la vacuna ello debería ser visto del mismo modo, sobre todo cuando éstas prueban salvar vidas.
La vacuna contra la influenza cuenta con una razonable efectividad superior al 60%, y de hecho el Ministerio de Salud ha determinado su obligatoriedad en determinados grupos de riesgo. Este año se autorizó en Estados Unidos la primera vacuna contra el virus sincicial, lo que hace suponer que pronto su uso se podría masificar. En la medida que los virus respiratorios sigan representando una amenaza tan evidente como lo es ahora, es tiempo de preguntarse si en lo sucesivo estas vacunas deberían tener un carácter obligatorio general o ser mucho más exigentes en su aplicación, en vez de seguir apostando por las mascarillas u otras restricciones, que al final conllevan costos mayores.
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