Un discutible reembolso electoral a los partidos
Los sectores que se oponen a disminuir el monto que reciben por cada voto obtenido pasan por alto un aspecto fundamental: en un esquema de voto obligatorio las campañas cuestan lo mismo que con voto voluntario, si es que no menos.
El proyecto de ley que busca realizar las próximas elecciones de gobernadores, alcaldes, concejales y consejeros regionales en dos días -esto porque de acuerdo con el Servel en un contexto de voto obligatorio y con varias papeletas a la vez se requerirá mucho más tiempo por cada elector- logró ser aprobado en el Senado, y tal parece que también encontrará una recepción favorable en la Cámara. Sin embargo, hay un aspecto del proyecto que no ha encontrado igual recepción en una parte de los legisladores, quienes se resisten a la idea de disminuir el monto por concepto de reembolso por voto, tal como propone el Ejecutivo, sin entregar razones de peso que justifiquen esta negativa. Con ello se está infligiendo un grave daño a la imagen de la política, que una vez más transmite la impresión de que está defendiendo sus intereses particulares antes que el interés general.
Esta es la primera elección general que tendremos luego de que se reinstauró el voto obligatorio a partir de enero del 2023 -dicho mecanismo ya había sido utilizado en el último plebiscito constitucional-, y se espera que la base de participación alcance al 85% del padrón -que supera las 15 millones de personas-, muy superior a las poco más de seis millones de personas que participaron en la última elección de alcaldes y gobernadores.
Dado que la actual ley electoral contempla un reembolso para partidos y candidatos por cada voto que reciben, en un escenario donde votará mucha más gente dicho monto se podría ver sustancialmente incrementado. Los cálculos del Ejecutivo indican que de no haber ningún cambio el costo fiscal por este concepto se podría incrementar en unos $ 30 mil millones. De allí su propuesta para disminuir de $1.500 a unos $975 el reembolso por cada voto que obtenga el candidato. Con ello, aseguraba el gobierno, se mantendría la neutralidad desde el punto de vista del gasto fiscal. Esto fue rechazado por el Senado, y ahora en la Cámara se ha repuesto una indicación para una disminución de 30%, pero asegurando un determinado monto base.
Parlamentarios que hasta ahora se oponen a este cambio -sobre todo del oficialismo- argumentan, entre otras razones, que al ser una elección con voto obligatorio, el costo de las campañas será mucho mayor, pues los partidos deberán persuadir a electores que antes no votaban; además, por tratarse de cuatro elecciones -en dimensiones regionales y comunales- la campaña se torna aún más compleja, lo que justifica que el financiamiento público se incremente. Esgrimen que profundizar la democracia tiene costos, y pretender desconocer aquello implicaría un daño para nuestros procesos políticos, además del negativo precedente que supone cambiar las reglas del juego sobre la marcha.
No cabe duda de que aspirar a una mejor calidad de nuestra democracia es indispensable, y de allí que se han dado pasos concretos para asegurar un cierto financiamiento a los partidos políticos -de acuerdo con el número de votos obtenidos en la última elección de diputados- así como destinar fondos públicos para el financiamiento de las campañas. Pero es también responsabilidad de los partidos procurar que los fondos públicos- siempre escasos- sean invertidos de la mejor forma posible, lo que implica que un mayor desembolso encuentre plena justificación, y no simplemente aplicar mecánicamente las disposiciones vigentes.
En ese orden de cosas, los partidos no han entregado argumentos convincentes para justificar por qué en un contexto de voto obligatorio las campañas necesariamente deberían ser más costosas, en circunstancias que los costos deberían no diferir mayormente de los actuales o, incluso, ser menores. En efecto, si bien ahora deberían votar más personas, el hecho de que sea un proceso obligatorio evita que los partidos deban hacer grandes despliegues para motivar gente -como sí ocurre en un esquema de voto voluntario, donde es fundamental movilizar electores-, por lo que las campañas deberían racionalizarse y apuntar más a la difusión de propuestas y contenidos, abaratando los costos.
A la luz de las consideraciones anteriores, si la campaña vale lo mismo y vota el doble de personas, entonces el reembolso por voto debería ser la mitad, pero si por efecto de la obligatoriedad los costos de la campaña fueran aun menores que los actuales, el reembolso debería ser todavía más bajo. En otras palabras, cabe preguntarse si la discusión que hoy tenemos en el Congreso bien podría ser la inversa de la que se ha planteado, es decir, si acaso deberíamos estar debatiendo si lo que en realidad corresponde es disminuir el monto por voto, más que mantenerlo o aumentarlo.
Es cierto que en este planteamiento se podrían estar pasando por alto algunas variables, como por ejemplo el hecho de que bajo el voto obligatorio no necesariamente la votación se replicará en los partidos a prorrata de cómo ocurría bajo el voto voluntario, y que una disminución del pago por voto podría perjudicar más a unos partidos que a otros. Pero desde el punto de vista de los grandes números sigue siendo válida la noción de que si la campaña vale lo mismo o menos y se duplica el número de votantes, el reembolso debería mantenerse o incluso disminuir para efectos de mantener los mismos ingresos.
Voces expertas también han alertado de que en la medida que se garanticen montos considerables a los partidos se podrían estar alentado “pymes electorales” y contribuir así a la proliferación inorgánica de partidos. Por todo ello es fundamental que el debate legislativo se centre en una discusión seria y bien fundamentada, en que los partidos se desprendan de lógicas incumbentes, por el bien de la propia política.
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