Un duro despertar para la nueva generación en el poder
El escándalo que ha quedado al descubierto en Antofagasta en el manejo de fondos públicos ha sido un duro baño de realidad: la promesa de nuevos estándares éticos y valóricos quedó sepultada.
La escandalosa situación que ha quedado expuesta en Antofagasta, donde se conoció que la Fundación Democracia Viva logró adjudicarse $426 millones provenientes de la Secretaría Regional Ministerial de la Vivienda, ha abierto por de pronto una serie de aristas en el plano penal y administrativo, donde desde ya no cabe descartar que la investigación de oficio instruida por la Fiscalía así como la indagatoria que lleva adelante la Contraloría -esta última dio un plazo perentorio de cinco días hábiles a dicha secretaría regional para que informe a qué otras fundaciones ha hecho aportes- abran una verdadera caja de Pandora, y no solo en esta región. Pero por la naturaleza de quienes aparecen involucrados -todos militantes de Revolución Democrática, uno de los partidos eje de la coalición de gobierno-, es obvio que sus mayores implicancias estarán previsiblemente en el plano político, las que recién están comenzando.
La trenza descubierta hace inverosímil que una fundación sin ninguna experiencia haya logrado adjudicarse tres contratos sin licitación, el primero de los cuales lo consiguió apenas unos meses de asumido el actual gobierno. Sin mayor trayectoria en el ámbito que dice desempeñar, en cambio aparece muy activa en la difusión de contenidos propagandísticos. El seremi de Vivienda -quien se vio obligado a renunciar- y los directivos de la fundación tenían estrechos vínculos personales con la diputada de la zona, Catalina Pérez -el titular de Democracia Viva era de hecho su pareja-, quien además fue presidenta de RD. La parlamentaria alega que desconocía por completo estas operaciones, y ha pretendido que los cuestionamientos de que ha sido objeto son ejemplos de violencia de género, una defensa pueril y que solo agrava la falta.
Bochornosa ha resultado también la manera en que el senador y presidente de RD ha manejado este caso, indicando inicialmente que no había “nada irregular” en estos convenios, pero sí un “error político” o “descriterio” por los vínculos con la diputada Pérez. Con el transcurso de los días exigió la renuncia de los militantes involucrados en la operación -extrañamente no formuló mayores reproches a la diputada Pérez-, y recién el viernes anunció querellas contra quienes resulten responsables de cualquier irregularidad, respaldando las investigaciones en curso. Esto, dijo, en atención a los “estándares de probidad y transparencia que nos caracterizan”, lo que a la luz de lo conocido suena a una suerte de ironía, generando además fuerte incomodidad en los otros partidos de la coalición. El Presidente de la República tampoco pudo seguir al margen de la controversia, asegurando que serán “implacables”.
Si bien es un paso acertado que el gobierno le haya solicitado la renuncia a la subsecretaria de Vivienda (también militante de RD) luego de conocerse que fue alertada en mayo por los propios funcionarios de Antofagasta de que había irregularidades, y que no advirtió oportunamente de ello al ministro Carlos Montes, sigue siendo necesario que se despeje qué gestiones concretas se hicieron en todo este tiempo; de lo contrario, es válido preguntarse si la reacción del gobierno frente a estos hechos habría sido la misma de no haber mediado la investigación periodística de un medio de Antofagasta.
Mientras de desenreda la nutrida madeja penal y administrativa que podría subyacer a este caso, resulta evidente que es en el plano político donde se advierten repercusiones muy gravitantes, constituyendo un episodio que de algún modo marcará un antes y un después para esta joven administración. Al quedar de manifiesto prácticas de defraudación a la fe pública o de abierta corrupción en el manejo de recursos públicos que pudieron proliferar con inquietante facilidad o descaro, se quiebra la promesa misma que hizo esta generación, en cuanto a que, ahora sí, se aumentarían los estándares de probidad y transparencia. Este quiebre se amplifica mucho más cuando ese compromiso proviene de una generación que llegó al poder con ímpetus de arrogancia proclamando la superación de la “vieja política”, atribuyéndose estándares valóricos y éticos superiores a la generación que los precedió, y enarbolando las banderas del discurso antiabuso, todo lo cual fue muy efectivo en su momento para seducir a la ciudadanía.
El caso de Antofagasta -y quizás otros que vayan destapándose con el correr de los días- es señal de que una parte de estos cuadros jóvenes no solo incurre en las mismas prácticas que con tanto ardor denunciaron, sino que al defraudar de esa forma las ilusiones y la confianza de quienes creyeron en su proyecto asestan también una estocada irreparable a la imagen de toda la política. ¿Puede extrañar que a ojos de la ciudadanía los partidos políticos estén entre las instituciones que menos confianza despiertan?
Sin duda este caso constituye un duro despertar para Apruebo Dignidad, donde el discurso de la superioridad moral queda definitivamente sepultado, lo que obligará a un necesario replanteamiento en la forma de abordar su rol en política -desde luego los ímpetus de juventud y rebeldía ya no sirven para suplir la inexperiencia o la falta de oficio-, así como altas dosis de humildad a la hora de juzgar el comportamiento de otros. Estas revelaciones de total falta de control en el uso de fondos públicos tienen lugar justo cuando el gobierno está enfrentando una ola de críticas por su mal manejo de la crisis sanitaria, débiles cifras económicas y dificultades para el control de la delincuencia y el orden público, además de haber experimentado dos duras derrotas electorales. Es una suerte de tormenta perfecta para el gobierno y su coalición, qué duda cabe, pero por lo mismo cabría esperar que, si se extraen bien las lecciones, sea a la vez un punto de inflexión.
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