Una Constitución ideal
De pequeño era un coleccionista infatigable de estampillas, monedas, boletos de micro o soldaditos de plomo. Pero con el tiempo y las mudanzas de casa y país me desprendí de esos afanes. Hoy ya no colecciono nada. Excepto una cosa: constituciones. Tengo unas veinte constituciones distintas, de diferentes países, algunas aún vigentes y otras no. En empastes solemnes y lujosos, otras versiones minimalistas y callejeras que puedo llevar conmigo y comparar en idiomas o los momentos en que nacieron.
Mi favorita es un estudio de la Magna Charta inglesa, de 1215, que aunque no es una Constitución como entendemos hoy, cabe en mi colección como el texto jurídico más antiguo de Occidente que reconoce derechos políticos de la Sociedad Civil ante el poder del Estado. Esta versión incluye la olvidada “Carta de los Bosques” (1217) que garantizó el acceso a bienes comunes como el agua, la pesca, los territorios, las maderas, etc.
Un texto que me gusta mucho es el de la pequeña República de San Marino -Leges Statutae Republicae Sancti Marini-, vigente desde el año 1600. Tengo una copia de la Constitución de EE.UU. de 1787, la francesa de 1958 y la brasileña, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente de 1988. La Constitución argentina la tengo en una versión de cuneta comprada a un vendedor ambulante, mientras que la de Colombia la tengo con un empaste más elegante obsequiada por un amigo de Barranquilla.
Me emociona retomar la Constitución de la República Española (1931) por la que tantos murieron durante la Guerra Civil. También me conmueven las constituciones “antifascistas” de Alemania e Italia, redactadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial por gente sabia que supo llegar a grandes acuerdos históricos, basados en el respeto a los derechos humanos.
Me fascina la Constitución sudafricana de 1996, todo un símbolo de la lucha contra el Apartheid y, por supuesto, tengo las famosas constituciones del nuevo Constitucionalismo latinoamericano: la venezolana, la boliviana y la ecuatoriana, todas en versión de bolsillo. Allí me dejo deslumbrar especialmente por los derechos de la madre tierra, por las búsquedas de un Estado plurinacional, y de la voluntad de avanzar hacia la implementación de un cierto pluralismo jurídico, que rompa con la racionalidad fonológica de Occidente.
Mi colección me obliga a pensar en la Constitución de mis sueños. Imagino un texto que tenga un preámbulo tan hermoso como el ecuatoriano, que sea tan intercultural como la boliviana, tan sensible a los derechos humanos como la sudafricana, que reconozca tantos derechos sociales como la colombiana, y que garantice un equilibrio de poderes preciso como el de Estados Unidos. Me imagino una Constitución que responda a los cambios tecnológicos, productivos, culturales y sobre todo a las nuevas conciencias que adquiere la sociedad: a la dignidad intrínseca de los animales y la naturaleza, a la necesidad de reconocimiento intercultural, y a la obligación de conjugar nuevas libertades con nuevas responsabilidades.
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