Una mudanza en Versalles
Por María José Naudón, abogada
La historia es conocida. En 1682, luego de haberlo refaccionado, Luis XIV se instaló en el Palacio de Versalles junto a toda su corte, lo transformó en la residencia real y comenzó a gestarse la profunda distancia entre el monarca y las penurias que el pueblo pasaba en París. El final también es conocido, la decisión le terminaría costando la cabeza a su nieto. Por eso alguna vez se ha llamado síndrome de Versalles a ese profundo desacoplamiento entre las élites y la ciudadanía.
Hace algunos días, Elisa Loncón justificó la caída en la aprobación de la Convención Constitucional atribuyéndola a una orquestada campaña de desprestigio. Retrucar sosteniendo que su visión es equivocada y carente de autocrítica sería sencillo, pero implicaría enfrentar un problema complejo a través de paradigmas rígidos y simplificadores, corriendo el riesgo, como sostiene Thomas Kuhn, de hacer significativos hechos que forman parte de nuestro propio paradigma, confirmando así una suerte de profecía autocumplida. Probablemente con ello perderíamos de vista la estructura que hay detrás de sus afirmaciones.
Las acusaciones de Loncón son graves y aluden a una élite que no solo permanece ajena a la realidad del resto de los ciudadanos desde el cómodo y privilegiado balcón de su ceguera, sino que incluso torpedea a la ciudadanía representada en la Convención. Lo anterior, sería el ejemplo paradigmático del síndrome de Versalles.
Si bien es indesmentible que las élites han padecido este síndrome, la declaración de Loncón hace a pensar que más que un proceso de clausura de Versalles asistimos a un cambio de inquilinos y que hoy parte de la Convención tampoco está dispuesta a verse desafiada. Por el contrario, han decidido convencerse entre ellos de que la suya es la única mirada legítima. Varios hechos muestran este incipiente camino: el fenomenal alcance de la norma que prohíbe el negacionismo, o la que pretende evitar las fake news, la exigencia de que los y las convencionales deban “(…) vivir en armonía con la naturaleza, basado en la cosmovisión de las primeras naciones”, la cuestión sobre el derecho preferente de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos y una serie de otras definiciones de fondo que han aparecido a raíz del reglamento.
El ánimo reivindicativo parece haber olvidado el principio de igualdad y pluralismo propuesto como esencia de aquello que buscamos. La Convención fue elegida para gestionar un cambio y tiene toda la legitimidad para hacerlo, pero jamás fue pensada para imponer una verdad histórica o un imago mundi, por muy legítimo que sea tenerlo. Esto puede, además, obstaculizar su objetivo.
Construir un Chile plural, democrático y digno significa romper muchas barreras, como ha sostenido Benito Baranda, pero jamás la de la libertad, diversidad, diálogo y confianza. Olvidarlo y pensar que las críticas siempre son destempladas e injustas y que nuestras acciones en nada contribuyen a su generación es lo mismo que cargar los trastos en un camión de mudanza y transformarse en la nueva corte de Versalles.