Una preocupante apatía y pérdida de asombro en la sociedad
Cuando una sociedad deja de escandalizarse frente a situaciones graves, y nada pareciera llamar mayormente su atención, se entra en una compleja espiral, al dejar de contar con el ímpetu necesario para impulsar los cambios que el país requiere.
En el último tiempo la sociedad chilena ha sido golpeada por una serie de informaciones sin duda preocupantes. Esta semana, por ejemplo, se acaba de desbaratar una red de doce Carabineros acusados de hurto, cohecho, tráfico de drogas y otros delitos, quienes también ofrecían protección a comerciantes del barrio Meiggs, zona donde -conviene no olvidarlo- fue asesinada una periodista a raíz de un disparo.
A comienzos de año se informaba que seis menores de edad habían muerto en las últimas semanas producto de tiroteos entre bandas rivales o “ajustes de cuenta”, cifra que ha seguido aumentando. Cuatro carabineros han sido asesinados en los últimos meses -tres de los cuales fueron víctimas de una mortal emboscada en Cañete, cuyos cuerpos además fueron calcinados-, a lo que se suma que prácticamente a diario la prensa informa de casos en que aparecen personas asesinadas a tiros en plena calle, cuando no descuartizadas o con señales de haber sido torturadas. En tanto, los portonazos, encerronas o asaltos a domicilios se han vuelto ya cotidianos, y desde hace algún tiempo empiezan a proliferar los delitos de secuestro extorsivo, saliendo de la órbita casi exclusiva del crimen organizado.
Podemos seguir mencionando casos que en su momento han conmocionado a la sociedad. En febrero el país vivió una de las más grandes tragedias de su historia, con devastadores incendios en la Región de Valparaíso que cobraron la vida de 135 personas, y a la fecha sigue habiendo familias que no han recibido su vivienda de emergencia. En materia escolar -un área fundamental, considerando que allí se juega el futuro de los niños-, se ha informado que todavía hay familias que no logran encontrar un colegio para sus hijos dentro de la red pública o de colegios que cuentan con subvención del Estado; en fin, poco y nada se ha sabido de los más de mil menores fallecidos en programas de acogida del ex Sename -noticia que en su momento provocó un escándalo-, y es un hecho que ya casi no llama la atención que aparezca una nueva fundación envuelta en líos de platas, o que alguna autoridad comunal termine en la cárcel por manejos irregulares de recursos públicos.
Estos casos, y tantos otros que se podrían mencionar, tienen en común no solo que en su momento generaron gran revuelo e indignación, sino que también comparten el hecho de que a pesar de que por sus profundas implicancias deberían estar muy presentes en el debate público y ser parte de la conversación habitual entre los chilenos, solo alcanzan a estar unos días como titulares o como tendencias en las redes, para luego perder protagonismo y con suerte resurgir cada tanto o sencillamente caer en el olvido, como por ejemplo ocurrió con los niños del ex Sename.
Es que pareciera ser que como sociedad ya nada nos sorprende demasiado, nada pareciera importar lo suficiente, más allá de indignaciones pasajeras, constituyendo una suerte de apatía social o indolencia cuyas consecuencias son más profundas de lo que aparentemente se podría creer.
Cuando una sociedad deja de escandalizarse frente a situaciones graves y abyectas, y nada pareciera llamar mayormente su atención, se entra en una compleja espiral, donde su efecto más evidente es que se deja de contar con el ímpetu para impulsar los cambios que el país requiere en los más diversos planos; es decir, las posibilidades de que algo cambie de verdad se ven ostensiblemente disminuidas, y con ello nos empezamos a acostumbrar a una realidad que a pesar de los profundos daños que puede llegar a causar a la vida en sociedad, consentimos en que ello ocurra.
Las explicaciones para este fenómeno pueden ser variadas, pero detrás de ellas se trasluce una evidente falta de empatía por los demás, un desinterés por la suerte del país o un descreimiento en las instituciones o en la política como vehículos a través de los cuales conducir procesos de cambio. Las múltiples preocupaciones que acarrea el diario vivir también puede llevar a muchos a ensimismarse.
Lo concreto es que dejar de interesarse por los problemas de la sociedad o naturalizar situaciones completamente indebidas no solo alimenta que estos hechos sigan ocurriendo, sino que además se permite que políticos ineficientes o inescrupulosos sigan en sus cargos, perpetuando así la mala política. Si a la sociedad le deja de importar que la política y la democracia funcionen bien, si deja de escandalizarse por los casos de corrupción, si pierde el asombro frente a la violencia en las calles y no le importa la suerte que corran los niños desvalidos, es definitivamente un retroceso en todo sentido.
Los medios de comunicación han tenido también una cuota de responsabilidad en que esta indiferencia se haya extendido, porque muchas veces ocurre que hechos de alta connotación dejan de tener un seguimiento en el tiempo o la reiterada forma en que se cubren -algo muy típico en ciertos espacios de la TV- produce saturación o acostumbramiento.
Revertir este cuadro de apatía e indolencia es tarea compleja, pero lo importante es comenzar a dar pasos en distintos ámbitos. Los colegios deberían fomentar un sano espíritu crítico; los votantes deben dejar de dar acríticamente su voto a los malos políticos y premiar a aquellos que lo hagan bien, independientemente de su visión política; los medios deben ser más activos en no consentir que hechos indignantes caigan en el olvido, y cada uno en su fuero interno debe asumir que perder la capacidad de asombro o dejar de indignarse frente a lo escandaloso es renunciar a la posibilidad de cambiar el rumbo de las cosas.
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