A un costado de la rotonda de Plaza Dignidad –donde a partir de las 18:00 horas del miércoles 8 de marzo fue convocada la marcha que conmemora el Día Internacional de la Mujer– se encuentran Rosi y Romi, madre e hija que hace cuatro años decidieron comenzar a marchar juntas.
La idea fue de Romi (34), en un afán por mostrarle a su mamá lo que se puede llegar a sentir en una instancia multitudinaria, de denuncia y conmemorativa. Porque para ella, la marcha del 8M es la representación máxima de una noción que con el tiempo hemos ido asimilando e incorporando a nuestras vidas: “Nos dimos cuenta que apoyarnos y potenciarnos entre nosotras es mucho mejor. Ya no le estamos dando tanta cabida –o al menos en ciertos entornos– a esa idea impuesta que decretaba que teníamos que competir entre nosotras. Este es un espacio en el que somos libres y en el que nos acompañamos; si tienes sed, te ofrecen agua; si chocas, te sonríen. Y es la única vez en la que podemos tomarnos el espacio público y sentirnos totalmente seguras. Acá nos cuidamos y eso muchas veces no es lo que se muestra en la tele. Por eso quiero que mi mamá lo viva en primera persona”, reflexiona.
Su madre, que hace cuatro años nunca había asistido a una manifestación por el Día de la Mujer, le responde: “En todas las familias hay una historia de abuso y violencia. Yo ahora vengo a marchar por mi madre que tiene 93 y por mis hermanas que tienen más de 70 y nunca pudieron venir”.
A unos pocos metros, justo en la esquina de la Torre Telefónica, se encuentran las integrantes del Comité Migrante, que este año se auto convocaron para marchar en grupo y representar las demandas de mujeres migrantes y afro-diaspóricas. Una de ellas, Patricia Castillo, es de Colombia y lleva más de 10 años viviendo en Chile. Su causa hoy es visibilizar las injusticias a las que se enfrentan a diario por el solo hecho de ser mujeres y migrantes en un país altamente clasista y racista, en el que –según estudios realizados por el Centro de Estudios de Opinión Ciudadana de la Universidad de Talca– un 73% prefiere autodenominarse ‘chileno’ por sobre ‘mestizo’, y un 42,1% considera que el pelo rubio es mejor que el oscuro.
Mientras se arregla el pañuelo y ordena los carteles, reflexiona respecto a lo que significa sentirse excluidas en un país en el que llevan años viviendo, criando y trabajando: “Marchamos juntas porque nosotras tenemos otras opresiones que nos atraviesan al ser mujeres negras. Así nos cuidamos e instalamos este tema sobre la mesa; somos una fuerza y un aporte en este país, y nos siguen discriminando. Por eso, todos los años estamos acá, aunque nos de flojera. El racismo no se cansa, así que nosotras tampoco”, dice.
Al lado de ella está Nekki, cantante afrochilena que a través de su música devela las injusticias cotidianas a las que son sometidas las mujeres migrantes: “Las corporalidades negras son invisibilizadas, así que venir a la marcha es aprovechar la instancia de unión para seguir generando conversación y consciencia, para que juntas luchemos para que el próximo año sea más inclusivo aún. Somos muchas las afrochilenas y migrantes que hacemos música, y no nos convocan nunca”.
Y es que, como explica la vocera de la Coordinadora Feminista 8M, Ana Paula Sánchez, son los matices que surgen en las intersecciones entre el género, la raza, el origen, la clase, la edad y la experiencia de vida, a los que hay que ponerle énfasis.
Porque el riesgo de las instancias unificadoras, por más catárticas, liberadoras y dinámicas que sean, es que se vuelvan igualmente uniformadas y no consideren las particularidades, complejidades y dificultades que componen la vida de cada cual.
“En este movimiento, que es acumulativo y que va fluctuando, hay muchas voces y muchas experiencias de vida. Incluso dentro de los mismos bloques que lo componen, como el bloque de maternidades o de mujeres migrantes. Hay personas indígenas, del norte, del sur global, hay madres, hay hijas y hay disidencias sexuales. Y todas esas características hay que tenerlas en cuenta y entender que no se trata de poner una experiencia por sobre la otra. La unidad, si bien es hermosa, puede llegar a uniformar y a opacar ciertas realidades. Por eso hay que apostar por la unidad en y con la diversidad”, explica.
“Hay factores que hacen de nuestra existencia una única y peculiar, pero a su vez son los que nos unen con las demás. Los roles de género atraviesan a todas las mujeres, pero se viven de forma diferente si se trata de una mujer mapuche o una mujer mexicana. Por eso entendemos que no se puede hablar de feminismo sin hablar de racismo, clasismo, discriminación y la maternidad castigada, por ejemplo. Salir a marchar todas juntas, además de dar cuenta de la gran red de apoyo y ese tejido social por el cual nos sustentamos, es también para dar cuenta de que existe un transodio y de que existe el racismo, y por lo mismo no todas las compañeras se sienten seguras. Todas estas luchas van de la mano”.
Y después de la pandemia, por la cual cuestionamos el cómo concebimos la crianza en Chile y por la cual pusimos sobre la mesa temas como la desorbitante desigualdad en la distribución de los trabajos domésticos y de cuidados, o la brecha de género en el desarrollo profesional, o los índices de violencia intrafamiliar, esta instancia conmemorativa –que pudo verse diluida– adquiere mayor impulso.
Así lo plantea también Cecilia, de 73 años, quien toda la vida ha asistido a las marchas del 8M: “Puede que estemos cansadas y a veces muy desilusionadas, pero es importante venir para impregnarse de esta energía y ver que somos tantas y que seguimos acá. A veces me empiezo a decaer pero ser parte de esta multitud me sube el ánimo”.
A unos pocos pasos de ella están Ignacia Beltramín y sus compañeras de la carrera de arte, presentando su proyecto de grado llamado Proyecto 8M, una performance cuyo eje central es un tejido rojo que representa la sangre de las compañeras que ya no están. “Eso es lo que nos impulsa a seguir luchando. Acá marchamos juntas para sentirnos seguras y porque sabemos que todas somos parte de algo más grande”.
Y es que a la conclusión que han llegado las activistas, como esclarece Ana Paula Sánchez, es que el 8M se conmemora pero también se celebra. “Se hace un trabajo de memoria y respeto –que por lo demás tiene que ser constante y no quedar relegado a una única fecha– pero también se celebra el hecho de poder estar haciendo eso y de ver los avances. Se trata de salir de la burbuja que durante tanto tiempo nos dijo que estábamos solas, o que el feminismo se lleva de una sola manera, o que la única persona que nos va a proteger es nuestra pareja. Acá estamos todas juntas y nos apoyamos. La pandemia nos separó y surgió el miedo, pero esta gran tribu que se cuida de noche y que se facilita salir a trabajar, está acá de nuevo”.
Y por eso, de frente a la advertencia de la ONU que establece que alcanzar la igualdad de género tomará 300 años, y frente a cifras desoladoras que dan cuenta que 1 de cada 3 mujeres ha sido o será víctima de violencia sexual (ONU Mujeres); o que fueron 92.896 los delitos de violencia intrafamiliar registrados en el 2019 (Centro de Estudios y Análisis del Delito); que la brecha salarial entre hombres y mujeres fue de un 22% el 2022; que el 70% de las personas dedicadas a los trabajos de cuidado son mujeres; que un 79,28% de las mujeres ha experimentado violencia obstétrica; y que en más de la mitad de los femicidios cometidos los últimos 11 años el asesino ha sido la pareja de la mujer, en esta marcha se llora, se grita con furia, se canta, se baila, se camina y se observa.
En un año, por lo demás, marcado por la administración de un gobierno que se declara feminista, la fundadora del Observatorio de Datos y Estadísticas de Género e Interseccionalidades (ODEGI), Jacinta Girardi, plantea que el motivo de tener una fecha de conmemoración no es para que ese sea el único día en el que se hablen estos temas, sino que para que haya un día en el que ese sea el foco para llamar la atención de las autoridades y tomadores de decisiones. “Cuando yo era chica no se entendía muy bien que el 8M era una fecha conmemorativa y nos regalaban flores, pero ahora son cada vez menos las personas que no se sienten identificadas con la lucha. Y eso es gracias a los movimientos feministas. Contar con un gobierno que esté consciente de las desigualdades y la violencia estructural, sin duda nos acorta el tramo, pero el empuje viene y siempre ha venido desde la sociedad civil”.