Entre sillones verdes de cuero falso y los tragos de la happy hour de un hotel internacional de Santiago de Chile, Raúl Ruiz habla calmadamente entre los consabidos platillos con maní y en medio de la música de piano de fondo. Es un ambiente aséptico, apátrida, muy distinto al que solía rodearlo en El Parrón, el desaparecido restorán de Providencia, a la altura de Manuel Montt, donde el cineasta solía encontrarse con sus amigos –en torno a generosos vinos y parrilladas– y que, en cierta medida, constituía su último refugio en un país que le resulta cada vez más extraño.
–¿Cuál es hoy día su mapa de Santiago?
–Ninguno. Yo llego ahora a la casa de mis padres y me encierro en mi pieza a escribir.
–No tener lugares de referencia en el país donde uno nació debe ser un asunto complicado…
–No sé. Está esa vieja frase "Polonia, es decir en ninguna parte". Chile, es decir en ninguna parte. Y Chile se va desdibujando cada vez más. El hecho de que sea el país de América Latina de mayor eficacia capitalista implica que es el país más abstracto, y, por lo tanto, el más inexistente si cabe emplear ese término. El otro día vi a unos amigos en el barrio Bellavista y, claro, eso ya es otra cosa. Uno de ellos me decía que lo único que se puede hacer en este país es comprarse un auto nuevo de vez en cuando.
–Si Chile se ha vuelto abstracto, ¿cómo se resuelve entonces el asunto del arraigo y el desarraigo?
–Esa es una pregunta peruana. A los peruanos eso les preocupa mucho, pero a los chilenos que yo sepa… Cuando uno se va, los chilenos le ven el lado positivo. Es una boca menos, dicen. Porque no me vas a hacer creer que es importante que un artista se vaya si no da plata. Quizás les importaría que se fuera un cineasta que puede dar plata, pero yo no soy un cineasta. Yo soy otra cosa.
–¿Como qué?
–Yo hago películas y, a través de ellas, hago lo mismo que otra gente trata de hacer con otras artes. Yo defiendo la noción de artista en todo el sentido de la palabra. De partida la del artista liberal, es decir del que tiene la capacidad, la posibilidad, o, en todo caso la voluntad de crear un mundo particular que se sitúa en las antípodas de la comunicación. Aquí todas las escuelas de cine se llaman "escuelas de la comunicación".
–¿Debiera entenderse entonces que no le interesa comunicar?
–La idea no es que alguien entienda mis películas. Lo que sí se puede hacer es vivir adentro, internarse en una especie de esquema para percibir un mundo que quiere ser único, aunque no lo sea. Un poeta cuando juega con sus materiales –la palabra es jugar– crea un hecho único, y esa unicidad es importante. Sobre todo en este mundo en el cual todo es intercambiable, donde el papel moneda es la metáfora de la humanidad.
–A propósito, ¿qué le parece esta moral chilena en la que todo está a la venta y todo se puede comprar?
–Me parece terrible. Aquí todo el mundo está convencido de que los chilenos son intercambiables porque son iguales. Y los chilenos no somos iguales: somos parecidos. Hace dos días estaba buscando metáforas, imágenes, para definir la sensación que me produce Chile ahora. Por ejemplo, un amigo me contaba que, una vez, en una fiesta, quería sacar a bailar a una niña que le gustaba, pero tenía un poco de miedo. Y cuando la fue a sacar, en la mitad del camino se desvió y sacó a bailar a la hermana, que no le gustaba, y como ya estaba en eso, se le declaró y siguió adelante. Y otra imagen, ya más apocalíptica, me vino mirando El hijo pródigo, de Hyeronimus Bosch, un cuadro donde el hijo pródigo está representado por alguien a quien literalmente lo hicieron huevo de pato. El hijo pródigo tiene patas de pato, el huevo está quebrado y hay una escalera que sube hacia el huevo, por la cual va trepando un hombre desnudo atravesado por una lanza o una flecha, y dentro del huevo hay una taberna, un bar, donde la gente está tomando cerveza. Después tú te enteras de que esa taberna, en la tradición flamenca, es el lugar donde los condenados al infierno pasan a tomarse la última cerveza y al pensar en eso me dije: "Eso es Chile". Esta es la taberna donde pasamos antes de irnos al infierno de una vez por todas.
–Es una imagen monstruosa, en la cual se percibe un malestar muy grande con el Chile de hoy.
–Más bien por lo que los chilenos llaman Chile, que es algo que detesto. Hay una expresión de Leopardi, "El odio al país natal". Yo hice una pequeña película que se llama El odio al país natal. La tengo en la casa pero no la muestro, porque le tomé odio a la película. Ahora, tampoco es odio realmente; es más bien como cuando uno se harta de la cebolla frita.
–¿No está el riesgo de pasar por chileno picado?
–Pero cómo voy a estar picado, si a mí me han dado premios, me han declarado hijo ilustre de mi ciudad natal, me aplauden en la calle, me dan la mano… Pero las pocas personas con las que converso no sólo están de acuerdo conmigo sino que van más lejos. Entonces, digamos que la unanimidad del rechazo a Chile también podría llamarse Chile. Pero ése es otro Chile.
–Y en este momento, ¿qué ve de este Chile?
–Creo que el hecho de que esta entrevista tenga lugar en un hotel internacional donde todo es intercambiable ya da una perspectiva de lo que veo: no veo nada.
–Pero tal vez haya cosas que permanezcan. Por ejemplo, uno siente que sus películas chilenas, Tres tristes tigres o Palomita Blanca, conservan una enorme actualidad.
–Pero eso más bien prueba otras cosas. Por ejemplo, que me duele Chile, como decía de España, ¿quién era?, ¿Unamuno? Es decir, hay un profundo malestar de ser chileno que viene de muchas cosas, pero que se ha ido acentuando con esta especie de desaparición en el aire de la gente. El Chile de hoy es un país de gente transparente, no porque todo esté muy claro sino porque existe una especie de niebla que hace que la gente no se vea.
–En medio de este panorama "desperfilado", es imposible no pensar que en la época en que usted filmó acá, la realidad que se vivía era bastante más apasionante.
–Había otra consistencia, pero ya existían signos de lo que se vive hoy. Las películas hablan de eso. Si tú ves Tres tristes tigres, te das cuenta de que es una película en la que no hay jerarquía a nivel de personajes. Por eso ahora se pierde medio mundo, porque no se sabe quién es el protagonista ni quién el personaje secundario. Todos son de alguna manera equivalentes, no intercambiables. Un crítico francés, de la revista Positif, escribió en ese momento que Santiago era "una ciudad de ectoplasmas".
–¿Y eso lo dedujo en 1970, viendo su película?
–Claro.
Memoria en el pozo
–Lo que debe ser más reciente es esta sensación de cosa remota que produce la política y la idea de que todo se arregla en un nivel muy ajeno a la gente.
–Es cierto que Chile se está pareciendo cada vez más a Cacania, país de El hombre sin atributos, la novela de (Robert) Musil. Sí, yo quería hacer algo con eso en Chile. Además, el sistema cultural ha sido reemplazado por un sistema de olvidos. De olvidos encadenados, que tal vez permiten vivir.
–Eso es muy activo en el Chile actual: el olvido.
–Antes la película se le borraba nada más que a los curados, ahora se le borra a todo el mundo. Y se les borra con jugo de naranja.
–Si uno piensa que el cine es memoria, como dicen los teóricos, el olvido sería algo muy anticinematográfico, ¿no le parece?.
–Te voy a decir que me tiene bastante harto todo ese juego con la palabra memoria. En Francia lo usan a cada rato y les da con la memoria del pueblo y la memoria de esto y lo otro. La memoria es una casilla gigantesca de funciones y de disfunciones; no es sólo una colección de hechos ni de datos. Ahora bien, no es un acto de memoria, por ejemplo, el hábito de los dueños de fundo chilenos del siglo XIX de poner en el pozo séptico los documentos de la casa, como las cartas y eso, para que literalmente la gente se limpie el culo con la historia. Un tipo de práctica como ésa podría ser una metáfora de lo que la gente suele hacer acá y que también determina que en Chile, según dicen algunos historiadores, no se pueda hacer historia de mentalidades porque no hay suficientes documentos. La memoria no es tampoco la preservación de ciertos supuestos hitos del pasado oficial del país. Hay gente que se pone a restaurar cosas que no tienen mucha importancia en sí, pero lo importante es el hecho mismo de la restauración. Lo importante para la memoria es que el principio de restauración sea una cosa permanente.
–Acá, eso no existe como principio.
–No. Y además está ese viejo argumento de que con la misma plata que cuesta restaurar tal cosa se podría hacer un hospital para niños, que tampoco se hace nunca.
–En el fondo, es el concepto de progreso lo que está en cuestión.
–Decía ese viejo reaccionario de Jacques Maritain que hay dos tipos de progreso: el progreso por ahondamiento y el progreso por sustitución. El progreso por ahondamiento consiste en perseguir una sola idea de generación en generación e irla modelando para que todo el mundo se vaya habituando a esa idea, cualquiera que ella sea, incluso si es pesimista, como el peso de la noche, que es una vieja idea chilena. El progreso por sustitución consiste en cambiar un sistema por otro mejor, como se cambia un auto más antiguo por otro más moderno.
–Que pareciera ser el modelo vigente…
–-Claro, porque ahora en Chile se piensa que la sustitución es en sí progreso, que todo cambio implica ya progreso. Y así nos encontramos con que ese viejo chiste sobre aquel caballero que cambia a su mujer de 50 años por dos de 25 se ha transformado en una práctica cotidiana. A esto se une la falta de sentido de lo que es el lujo. Cuando a los primeros que les sirve el lujo es a la gente que tiene ninguno. Al hablar de lujo no me refiero a las fiestas donde la burguesía despilfarra la plata, sino al lujo que está en las grandes obras de arte. Chile debe ser el único país de América Latina que no tiene grandes palacios. Lo que históricamente existe es una urbanización de medio pelo.
–Tal ausencia de lujo se ha atribuido como una virtud, a la supuesta sobriedad de las clases potentadas chilenas.
–A todo se le puede poner nombres. Ahora, puede que eso sea cierto, pero no quita que Chile sea un país muy precario culturalmente. Esto quizás no tenía importancia en el pasado, porque la cultura se hacía sola, pero cuando se crea un sistema económico y político tan duro, que excluye a todos los ociosos inspirados que son los artistas, nadie puede extrañarse de que todos ellos se vayan. Antes los artistas se quedaban porque no podían irse, pero en la medida en que están faltando en todo el mundo, y que hay lugar para ellos en otra parte… Esto se puede comparar a la fuga de cerebros, y Chile está perdiendo su inteligencia emocional, para usar un término de moda.
–¿Y usted cree que esta dinámica sea, en alguna medida, reversible?
–Ojalá. Yo siempre he estado por el milagro. Es el único punto en que no estoy de acuerdo con los europeos, porque ellos piensan que cuando las cosas están mal, siguen mal hasta el final. Es cierto que las cosas son así, pero en mi vida he visto muchos milagros.
–En este contexto devastado, ¿qué rol le corresponde al artista?
–Los roles, querrás decir, porque son muchos. En Chile, lamentablemente, se le da al artista uno solo, o uno y medio, que es el de delincuente experimental. El artista sería alguien cuyo rol es servir de test a los límites de tolerancia social de una comunidad. El artista chileno provoca, provoca, provoca, hasta que la gente se enoja. Pero ése es uno de los roles. Es más importante quizás producir signos con los cuales toda una tribu se identifique. No me refiero a signos de identidad exteriores, como la bandera, el himno nacional o el Chino Ríos, sino a otros más profundos, que le dan a la gente la convicción de que está viviendo en un lugar del mundo y no en otro. Pero eso se murió hace mucho tiempo en Chile y no creo que vaya a existir nunca más.
–No obstante, en su obra usted trabaja constantemente con los signos del pasado chileno…
–Pero no es un problema con el pasado. Justamente lo que se busca es una especie de presente permanente. Cuando un francés lee a Proust o cuando un argentino lee a Borges, está recuperando un hecho permanente, una actualidad, no un recuerdo. Eso no pasó: eso está sucediendo en ese instante. Se reactualiza, aun cuando hay ciertas obras de arte que tienen esa extraña cualidad de ser inactuales, es decir, no es que sean de hoy en día sino que están atrasadas y adelantadas y, por así decirlo, el hoy lo agarran en tenazas, lo hacen sandwich.
–¿De ahí viene la sensación de que el artista tendría cierta cualidad de vidente?
–Claro, se adelanta, pero al mismo tiempo está ya sobrepasado. Las dos cosas. El artista pertenece al pasado y, simultáneamente, al futuro.
–Sus películas, como Las tres coronas del marinero y Genealogías de un crimen, poseen esa condición de lucir inactuales, y, sobre todo, muy ajenas a las tendencias recientes. ¿Cómo se ve usted en el contexto del cine contemporáneo?
–No me lo he planteado mucho. Durante mucho tiempo creí en los grupos, en las patotas, y después, como no funcioné en ninguna, se me olvidó. Ahora, creo que lo mejor es no tomar en cuenta lo que está pasando y trabajar solo. Eso le ha dado resultado a mucha gente a la que le ha ido lo mejor después de muerto. No veo por qué me va a ir mal a mí.
–¿Y qué importancia le atribuye a la emoción, que para muchos hoy es la única vara con la que se mide un filme?
–La gente se olvida de que las emociones son particulares y que se objetivizan de muchas maneras. La gente habla de emoción cuando uno se pone a llorar o a reír, o cuando alguien está muy entusiasmado. Pero la emoción artística es siempre particular. Hacer llorar no es crear la emoción. Eso es desencadenar y no forma parte del trabajo artístico andar asustando a la gente. Eso corresponde más bien a los militares. El arte debe proporcionar a las personas emociones que éstas nunca han vivido antes, que nunca han sentido. No se trata de hacer llorar, sino que la lágrima salga de una manera particular, cuando uno menos lo espera, y por razones que no se entienden.