“En marzo del año pasado, días antes de que empezara la pandemia, hospitalizamos a mi hija menor de 3 años y 10 meses en ese entonces, para que le hicieran algunos estudios porque había estado con alteraciones de la marcha, no quería comer y otros tantos síntomas. Nunca nos dijo qué le dolía, pero preferimos llevarla. El día 10 de marzo le hicieron un escáner de urgencia donde nos enteramos que tenía un tumor cerebral. Fue todo tan rápido que al día siguiente entró a pabellón para una cirugía. Nos dijeron que venía un tratamiento largo, así que activamos el GES y nos fuimos con ella a la clínica Dávila donde finalmente estuvo siete meses internada.

En todo ese tiempo pasamos varios sustos: después de la cirugía estuvo varios días con ventilación mecánica, en medio de la quimioterapia hizo tres infecciones, la última bastante grave; estaba con traqueotomía para respirar y gastrostomía para comer. En resumen, requería de muchos cuidados y como además estábamos en contexto de pandemia, en tiempos normales ella se podría haber hecho la quimio ambulatoria, pero entrar y salir representaba un riesgo y, por tanto, la decisión médica fue que se quedara ahí. Y para nosotros eso fue lo más difícil. La pandemia puso una complicación extra en toda la situación que estábamos viviendo porque las visitas eran restringidas.

Recuerdo que con mi marido nos teníamos que turnar para acompañarla. Al principio iba un día cada uno, pero después ya no podíamos cambiar tanto y teníamos que estar tres días seguidos cada uno con la niña. Incluso cuando le dio la última infección, que estuvo en UCI, pasaron tres semanas en que no la pudimos ver, con la incertidumbre que eso significó. Y no solo eso, tenemos dos hijas más grandes, de 9 y 10 años que no pudieron estar con nosotros en todo ese tiempo, las enviamos a la casa de mi mamá. Recién la familia completa se juntó en diciembre del año pasado.

Cuando a uno le dan un diagnóstico tan catastrófico como el de mi hija, todo lo demás se borra. El único norte era tratar de que saliera adelante. Pero además tener de telón de fondo la pandemia, lo hizo todo más complicado porque nos vimos privados de tener un apoyo físico, de poder abrazar a otras personas; de pronto nos sentíamos demasiado solos en ese mundo de quimioterapias, de infecciones y de efectos secundarios. Cuando la veía perder el pelo, vomitar, que no se podía sentar, me preguntaba si estaba haciendo las cosas bien. Uno siempre en situaciones difíciles dice: ‘quiero abrazar a mi mamá’, pero yo no podía hacerlo.

Estuvimos muy acompañados de manera virtual, gente que nos escribía, cadenas de oración, pero lo físico faltaba. El único apoyo es el que nos daban los profesionales que nos atendían, que además para mí fue fundamental porque siento que se la jugaron por mi hija. Probaron un tratamiento distinto, porque mi hija era muy pequeñita, y podría haber quedado con muchas secuelas por la quimio. Y funcionó. Incluso cuando le hicieron su último trasplante de médula el 28 de agosto del año pasado, al mes siguiente le hicieron la resonancia para ver cómo estaba todo. El doctor dijo que había desaparecido el tumor por completo y fue tanta la alegría que se saltó todos los protocolos y nos abrazamos, pero fue al final.

El 28 de este mes cumplimos un año libre de enfermedad y es un gran hito. Pero miro hacia atrás y me doy cuenta de lo difícil que es estar lejos físicamente de quienes queremos. Especialmente en momento complejos como éste.

Carmen de la Cerda, 47 años.