Dentro de los argumentos ocupados por el abogado defensor del imputado Martín Pradenas en la primera audiencia de formalización, aparecieron declaraciones cuya única finalidad parecía ser la de poner en tela de juicio el accionar de la víctima: tenía Tinder –por lo que se asumió que su vida sexual era activa–; aquella noche había tomado alcohol; había pedido la pastilla del día después alguna vez; y se la había visto asistir a fiestas con frecuencia. Siempre, según se señaló, estaba acompañada.
El énfasis puesto en las posibles conductas y comportamientos de la víctima, más que en el delito en sí, dio cuenta de que Antonia Barra, al igual que muchas otras víctimas de violencia sexual, se enfrentaba al sistema jurídico desde una posición de desventaja: no cumplía, en un principio, con lo que se suele esperar de las víctimas de violación para que puedan ser reconocidas y legitimadas como tal por el sistema judicial.
Esta noción, en parte, determina que las víctimas son de una única manera y la que no cumpla con esa norma, simplemente no califica como tal. Se trata de “la víctima ideal”, como se suele denominar a aquellas que tienen mayor entrada y acceso a un proceso penal, porque cumplen no solo con los roles de género, sino que también con la idea de que las víctimas de violencia sexual son frágiles, visiblemente afectadas y, dentro de lo posible, con un ínfimo, si es que no inexistente, historial sexual.
El escenario idóneo
Como explica la directora ejecutiva de la Asociación de Abogadas Feministas, Bárbara Sepúlveda, a la base de esta noción está una cultura que ha reforzado la idea de que las víctimas de violencia sexual son casi siempre parcialmente responsables de lo ocurrido. Es en este escenario, en el que no solo se naturaliza, mediante distintas manifestaciones, la violencia hacia las mujeres, sino que también se deposita en ellas la culpa, que nace la idea de que hay una víctima mayormente validada por el sistema judicial. “La víctima ideal es una mujer vulnerable, que está traumada y ojalá llorando. Si está empoderada o enojada va a transmitir una imagen que presenta dudas, y por lo tanto su credibilidad será cuestionada, porque no actúa de la forma que se espera que actúe. Cuántas veces hemos escuchado a los funcionarios que toman la denuncia decir que el llanto de la víctima no parecía un llanto de violación o que la víctima tenía Tinder en su celular”, explica.
Como explica la subdirectora de la Comisión de Penal de ABOFEM, Mariana Bell, incluso mediante el lenguaje hemos desarrollado un imaginario que respalda que hay ciertas víctimas cuyas historias son más válidas que otras. “En el caso de Pradenas, el prejuicio de la buena víctima no solo se vio respecto al juez y el defensor, sino que también en un comentario que hizo la querellante cuando dijo que las víctimas sufren toda la vida. Esto puede ser cierto, pero si damos vuelta ese mensaje, ¿qué pasa entonces con las víctimas que han normalizado lo que les pasó o que aun no se han dado cuenta que han sido víctimas de violencia sexual?”, explica la especialista.
Al final, esta termina siendo una barrera más al momento de hacer la denuncia, porque en Chile la mayoría de estos delitos ocurren en un contexto en el que la víctima conoce a su agresor y no necesariamente con violencia física notoria de por medio. Y esto es en parte lo que dificulta aun más que las víctimas denuncien, porque ellas mismas ponen en duda si es que realmente fueron víctimas o si tuvieron una participación activa en lo que ocurrió.
Como explica Bell, cuando Virginie Despentes relata su violación en su libro La Teoría de King Kong, ella misma cuestiona si lo fue: “Sabe que fue víctima de violación, pero a su vez plantea que no cumple con lo que se suele esperar de una víctima, porque se veía más fuerte que su agresor y porque tenía un cuchillo en su chaqueta, que le podrían haber cuestionado por qué no usó”, dice. “Estas barreras de estereotipos y sesgos de género que afectan a las mujeres también generan barreras para el acceso a la justicia, porque justamente al basarse en estereotipos las víctimas cuestionan si efectivamente lo fueron o no. No se reconocen a sí mismas como tales y por ende realizan la denuncia mucho más tarde o necesitan un proceso de reparación previo para poder verse como víctimas de un delito”.
Y es que ahí, como explica la directora del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, Lidia Casas, se encuentra una de las grandes paradojas: “Actualmente el sistema penal contempla la intervención, reparación y rehabilitación a las personas que han experimentado delitos violentos. El proceso de reparación es precisamente para que aquellas personas que han sido dañadas profundamente estén en condiciones de enfrentar un juicio. Sin embargo, lo que el sistema espera de esa víctima es que sea capaz de quebrarse, llorar y que se encuentre fragilizada, porque de lo contrario no es lo suficientemente convincente. Se espera, y aquí volvemos al estereotipo original, que la víctima sea lo más inocente y ‘doncella’ posible. Por un lado, todo el trabajo de la atención de víctima y testigo está en tratar de recomponerla a ella, pero al momento del juicio tiene que volver a mostrarse como débil para que su relato impacte”. Y es que, como explica la especialista, en materia de investigaciones por delitos sexuales, todo el sistema comienza a funcionar a partir de la credibilidad del relato de la víctima en vez de dar por hecho que así fue. “Es finalmente la mujer y su relato el que está puesto en tela de juicio, y esto no se da así con otros delitos”.
Lo opuesto a la víctima ideal, como explica la presidenta de Corporación Humanas, Lorena Fries, es la víctima activa, aquella que para el sistema judicial fue parcialmente responsable. “Ese discurso está tan interiorizado que muchas mujeres tienen miedo a realizar la denuncia, porque en el fondo sienten que algo gatillaron o algo hicieron para que el hombre las atacara. Como si algo justificara que te violen”, explica. “Para que la víctima tenga credibilidad tiene que cumplir con todos los estereotipos de mujer frágil. Cosa que es cada vez más improbable, porque estamos mucho más empoderadas. El peso de la prueba va recaer en la performance que tengan esas mujeres durante el proceso, aunque las leyes no lo digan así”.
Como explica Mariana Bell, la idea de la buena víctima, al igual que los roles atribuidos a los géneros, también es construida bajo el alero de un sistema en el que se plantea que la mujer es sujeto que tiene que cumplir con ciertas características y obligaciones sociales. Finalmente eso da paso a una noción de víctima que no sale sola de noche, que no toma, que no tiene un perfil público. Porque si no es así, se pone en duda su relato. Desde ahí, como explica la especialista, nacen frases del estilo “ella se lo buscó” o “por qué te fuiste a meter a ese callejón”, desviando el foco del delito o el agresor y direccionándolo hacia lo que debió haber hecho o no la víctima. “Empiezan a tener peso acciones que no deberían tenerlas. ¿Por qué te vestiste así? ¿Por qué no prendiste el GPS? Cuando en realidad el foco de atención debería estar puesto en por qué se llega a cometer ese delito”, explica Bell.