Aborté por una de las causales: “Ir cada dos semanas a ver si mi hijo seguía con vida me daba tanta angustia y pena que accedí”
En 2019 me embaracé por primera vez, pero a las pocas semanas de saberlo, el bebé dejo de tener latidos. Eso me me llevó a tener un aborto retenido que terminó en un legrado.
En abril de este año me enteré que estaba embarazada por segunda vez. Y cuando en junio nos tocaba el control de los 3 meses estaba feliz y tranquila porque cumpliendo este tiempo, se supone, pasábamos la parte más difícil. Sin embargo llegamos a la ecografía y nos mostraron que el bebé movía sus manitos, pero esa imagen hermosa se contraponía a una mala noticia; algo estaba mal su translucencia nucal media, por lo que según el doctor, era casi seguro que nuestro bebé tendría Síndrome de Down. Fue una noticia difícil, pero yo estaba feliz porque mi bebé estaba con vida.
El doctor que nos atendía en una consulta privada nos derivó inmediatamente al hospital. A los dos días tuve mi primer control para ver realmente qué estaba sucediendo con mi hijo. Y las noticias no fueron mejores, todo lo contrario. Me dijeron que tenía una enfermedad que no era compatible con la vida y que por tanto, el destino era que muriera en mi guatita o una vez nacido. Durante las ecografías que vinieron, cada dos semanas, solo me decían cosas como: ‘creció un poco’, ‘va a morir en tu pancita’, ‘esperemos dos semanas más para que deje de latir su corazón’. En cada una de ellas salía muy triste, es que a pesar de que conocía el destino de mi hijo, estaba ahí, y nadie me decía ‘mira, ahí están sus bracitos o sus piernas’, solo mencionaban que aun no pasaba lo que tendría que pasar.
En una de esas visitas médicas pregunté por la posibilidad de un aborto terapéutico porque quería acogerme a la ley de interrupción voluntaria de embarazo (IVE). Recuerdo que una de las personas que nos atendió nos dijo que para eso debían tener la certeza de la causal 2 –la ley dice que es cuando el embrión o feto padezca una patología congénita adquirida o genética, incompatible con la vida extrauterina independiente, en todo caso de carácter letal– y que necesitaríamos un examen más especifico que no se realiza en el hospital y que ellos tampoco los solicitaban. En el fondo, tenía que hacer el trámite de manera particular y pagar casi 500 mil pesos, porque se envía a un laboratorio a Estados Unidos. Pero mi angustia y pena por ir cada dos semanas a ver si mi hijo seguía con vida era tal, que accedimos a pagar y hacer el examen. El resultado se demoró dos semanas en llegar: Mi hijo tenía una afección cromosómica Trisomía 18, lo que hacía que solo tuviera una válvula en su corazón que bombeaba sangre y el oxigeno lo proporcionaba el cordón umbilical, por lo que no iba a vivir al salir de mi pancita.
Entre los controles que me hacían cada dos semanas esperando que el corazón de mi hijo dejara de latir, y el tiempo que demoró el examen, llegamos a la semana 20 de embarazo, es decir, yo ya tenía casi 5 meses. A esa altura recién nos dieron el pase para acogernos a la ley. Sin embargo, lo que tocaba ahora era seguir esperando hasta que existiera un cupo en el hospital. A la semana 23 por fin me avisaron que ingresaría a realizar el aborto. Me explicaron que el hospital estaba recién adaptándose a las circunstancias para respetar este proceso y solo tenían una salita dentro de otra sala más grande donde atendían a las embarazadas. Recuerdo que al ingresar por urgencia, el paramédico que me recibió me preguntó si estaba contenta porque conocería a mi bebé. Le tuve que explicar las razones por las que estaba ingresando al hospital. Todo esto además estando sola, porque por protocolo Covid nadie me podía acompañar.
Ingresé el 1 de agosto al hospital y en la mañana del día 2 me colocaron una pastilla para inducir el parto. Pocas veces vinieron a ver si estaba haciendo efecto o si tenía contracciones. Fueron horas tristes y dolorosas. A las 5 de la tarde entró un ginecólogo a verme y me dijo que mi guagüita ya estaba lista. Me revisó y en ese momento rompí membranas. El doctor llamó a las matronas, paramédicos, y pudo entrar una amiga a acompañarme en el parto. Recuerdo que me pedían que pujara, algo que nadie me explicó cómo debía hacer.
Las matronas de la sala de parto fueron muy respetuosas al contarme la condición en la que estaba mi hijo y me avisaron que ya no tenía vida. Me pusieron en mi pecho y yo de reojo solo vi al bebé más lindo del mundo. Como en todo el embarazo nunca nadie me mostró bien las imágenes de mi hijo, pensaba que solo era una masa sin forma, pero no, frente a mí lo tenía con sus bracitos, piernas, cabeza, nariz. Nada de más, nada de menos. Lo tuve ahí unos minutos hasta que me preguntaron si ya se lo llevaban. La placenta no salió junto con la guagua, así que me tocaba entran otra vez a pabellón de urgencia para sacarla.
En camino a pabellón y todas las horas que vinieron, cerraba los ojos e intentaba grabar la carita de mi hijo Simón en mi mente, para nunca olvidarla. Al día siguiente me dieron de alta. Gracias a la Ley IVE me entregaron apoyo con una excelente psicóloga que cada semana me da terapia. A veces lloro dos horas y ella me escucha y apoya. También tengo el apoyo de un psiquiatra que tuve que pagar particular. Hasta el día de hoy estoy con licencia, ya que como dice mi Psicóloga, hay días buenos y malos, y con todos debo aprender a vivir. Agradezco el tener las mejores amigas que la vida pudo poner en mi camino; se turnaron para llevarme agua y comida, acompañarme el día del parto y a los controles médicos. También tengo una familia excelente que me dio amor y apoyo en este proceso tan duro de optar por un aborto.
Paulina es Educadora de Párvulos, tiene 42 años.
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