Punta de Lobos es una zona de olas bravas que está en Pichilemu. Un abismo de tierra y roca, donde se ven unas puestas de sol notables y el viento sopla fuerte. Ahí nació Ramón Navarro y ahí sigue, jugando en ese océano que considera su casa.
Hemos quedado de encontrarnos en este sitio, pero a simple vista no es posible reconocerlo en medio de la infinidad de surfistas que circula por el lugar.
–¿Han visto a Ramón? –preguntamos a un grupo de jóvenes que cargan sus tablas y caminan a pie pelado entre las piedras rumbo a la "puerta" (en sentido metafórico, porque sólo los entendidos la reconocen) por la que se entra al mar, que se aprecia inquieto.
–Está en el agua– responden a coro. Desde aquí, para un observador poco experimentado en este deporte, distinguir al campeón nacional de surf parece imposible. Todos, –y son muchos–, se ven iguales: con los trajes de goma negros, remando con los brazos y trepando a las tablas de un salto para correr por algunos segundos las olas antes de que se desarmen en espuma en la orilla de la playa.
Tras mirar por largo rato el mar –observar fijamente el mar será esencial en este reportaje, pues Ramón es una suerte de Acquaman que sólo sale a tierra a comer y dormir– y formular varias veces la misma pregunta, damos con un rastro: el Vitara rojo de Navarro.
Escondido en una quebrada frente a la playa y con música reggae saliendo de los parlantes, está el jeep de Ramón y el público que lo sigue. Porque el campeón siempre anda con una estela a cuestas: su amigo El Macha, su hermano Tito, unos primos y hasta un fotógrafo gringo de una revista especializada en la materia, llamado Patrick Tresfz, que cada vez que Ramón hace de las suyas dispara como una metralleta su cámara con teleobjetivo.
Arena y sol
Este sábado en particular, Ramón es la celebridad indiscutida de Pichilemu. La noche anterior, en el noticiero central de TVN se exhibió una nota con su última y gran proeza: ser el primero, junto al surfista peruano Gabriel Villarán, que se atreve a correr La Bestia, una ola de siete metros que se forma dos veces al año en El Bajo de Iquique, cuando la marejada obliga a cerrar el puerto y mirar la furia oceánica de lejos.
Por eso, esta mañana cualquier conversación casual comenzó con "¿Viste a Ramón en la tele?". Carlos Becerra, alias El Marino y autodesignado el rey del cuchuflí de Punta de Lobos, no puede más de la emoción y se toma como propia la hazaña. En retribución "a esta alegría de que un pichilemino llegue tan lejos", corre a regalarle varias bolsitas de cuchuflí a Navarro, cuando al atardecer el surfista por fin sale del agua, entumido y hambriento.
Ramón tiene 25 años recién cumplidos, estatura media, cuerpo fornido y la piel curtida por el sol y la sal. Pertenece a un selecto grupo de temerarios que corre olas gigantes, lo que no sólo requiere de coraje, sino de experiencia y gran dominio. "Correr La Bestia es lo más heavy que me ha pasado", dice con la boca llena de manjar; su séquito asiente. Y, a la luz del mito que hay en torno a esa ola, demasiado grande, demasiado rápida y chupada, así ha de ser. Hace años que los surfistas más avezados querían correrla, pero parecía imposible. Es mucha agua que se mueve en poco tiempo y se dobla formando un tubo enorme.
"Entonces, remando no llegas, no puedes subirte. Gracias a la tecnología de las motos de agua ahora se pueden correr olas así de brutales". La hazaña no fue sólo un arrebato de valentía. También un proyecto planeado durante meses, que incluyó auspiciadores, arriendo de motos de agua y sistema de rescate. Y una larga espera, hasta que se anunciara una crecida de proporciones. "¡Los pescadores nos miraban con una cara..! Nos decían: 'amigo, no se vaya a meter para allá, se va a matar, ése es un lugar de muerte y zozobra'. Para ellos, donde hay rompiente, hay peligro. En cambio, yo veo la rompiente y sé que ahí está la ola. No tengo ese pánico, veo el mar grande y ¡ooooh!, siento una adrenalina del 500 por ciento. Me encantan las olas gigantes, las necesito".
Ramón es un apasionado de lo que hace. Empezó a practicar surf a los 14 años, cuando el deporte en Chile comenzaba a prender y las olas de Pichilemu eran sólo un rumor que atraía a algunos surfistas ocasionales que venían especialmente de Santiago los fines de semana. Ya entonces, era una afición costosa. Un hobby de niños con plata. Y Ramón era un niño humilde, hijo de un pescador de la zona. "Yo aprendí mirando desde la playa a los que practicaban. Un primo y un vecino me habían metido el bichito, decían que era bacán. Pero en ese tiempo era imposible conseguirse equipos, no había. Cuando aprendí, compartíamos una tabla entre diez amigos y usaba un traje corto. Me gustaba tanto que no sentía frío. Ahora que lo pienso, era un loco de mierda. Estaba alucinando".
Ramón hace una síntesis y traduce al inglés para que Patricio (como llama a Patrick Tresfz, el fotógrafo gringo que lo acompaña) entienda, pues sigue atento sus palabras junto a una cerveza bien helada. Fue gracias al surf que aprendió el idioma, en sus dos viajes a Hawai, donde partió a conocer las mañas del deporte con unos pocos pesos en los bolsillos y donde espera volver a la brevedad, porque ahora comienza la temporada de olas gigantes en esa meca del surf mundial.
La primera tabla de Ramón fueron dos pedazos rotos que mandó a reparar. Él estaba en La Puntilla, mirando cómo el surfista Matías López corría una ola grande, llamada El Barco. De repente la tabla se quebró y corrió a agarrar un pedazo para salvársela. "Al salir del agua, le fui a entregar el pedazo y me dijo que me lo regalaba, que buscara la otra parte. Y yo ¡guaaaa!, no lo podía creer".
Los cultores del surf explican que es normal que las tablas se rompan, que por eso los profesionales tienen varias. Navarro, que es auspiciado por distintas marcas que le facilitan equipos, tiene ahora más de veinte, a las que llama "mis niñas". Con algunas incluso duerme abrazado cuando no está con su polola, la modelo Francisca Valenzuela.
En ese tiempo, en los comienzos, Ramón aún estaba en un colegio de monjas llamado Preciosa Sangre y todas las tardes, a veces incluso al amanecer antes de clases, se metía al mar. Hoy es igual de fanático. Se despierta temprano, desayuna en abundancia y parte a la playa. Así, todos los santos días. "Me acuerdo la primera vez que me metí así, the real, a surfear una ola, el mar estaba de dos metros. Yo no sabía lo que era porte, lo que era una ola grande o chica. Entré por las rocas, logré cruzar donde estaban todos los que corrían y miraba las olas cagado de susto. Decía: no me tiro ni cagando. Pasaron las horas, se hizo de noche. Todos los surfistas salieron y me quedé solo al medio de La Puntilla. De repente vi una y dije: o me tiro ésta o me quedo en el mar toda la noche. Me tiré y ¡guaaaa!, la bajé gritando: ¡no puedo creer esta huevá! Después de correr esa ola, nunca más pude dejar el surf".
Punto de quiebre
La cocina es el centro neurálgico de la casa de los Navarro Rojas, está detrás del almacén que atiende Magdalena, la mamá de Ramón. En una cocina a leña, Alejandro, el padre buzo-pescador hornea unas empanadas de piures y locos que él mismo recogió. Es un experto en la manipulación de productos marinos, asegura Yenia de 17 años, la hermana de Ramón. "De la nada hace algo: mayonesa de huevos de gaviota, asado con carne de lobo marino. También tenemos una tradición: la primera corvina que pilla en la temporada es para la casa".
Las empanadas, en todo caso, son una especialidad familiar que ponen a la venta en verano. Ramón, también es un experto. "Cocina súper bien, pero deja todo cochino", cuenta Yenia, quien hasta hace un tiempo surfeaba pero dejó de hacerlo "cuando empezaron a meterse esas gallas cuicas y creídas que me caen mal". Ahora se dedica al hip hop, es vocalista del grupo DSN.
La familia está orgullosa de los logros de Ramón, que les regala a sus hermanos las zapatillas y ropa deportiva que le pasan sus auspiciadores. Pero no siempre fue así y, en más de una oportunidad, su pasión deportiva fue difícil de aceptar. "Todas las cosas del surf son caras y nosotros somos una familia humilde. Más de una vez, Ramón se achacó por eso; le decía a mi papi que la había cagado, que se había metido en un deporte de ricos. Él ha tenido que conseguirlo todo solo y con harto esfuerzo", confidencia la hermana, porque el campeón nacional prefiere bajarle el perfil a esta materia.
La plata no fue la única dificultad. Alejandro, el padre, no quería para Ramón un destino ligado al mar. Por eso, cuando era niño se negaba a enseñarle a bucear, prefería que estudiara. "Cuando chico mi papá era mi ídolo, siempre lo ha sido. Yo lo acompañaba. Él arponeaba pescados y yo llevaba un saco y los recogía. Alucinaba con eso, yo quería ser como él: bucear y aprender a sacar pescados grandes, pero él se resistía. Entonces, cuando empezó a salir lo de la ola, se preocupó, no le tenía fe. ¿A qué papá le explicas que quieres vivir de correr olas? O le muestras resultados, que estás ganando plata o no, no más".
El padre, hombre de pocas palabras, pero precisas, reconoce que ejerció presión sobre Ramón para apartarlo del mar. "No creí que tuviera futuro, pero me equivoqué". Y Navarro intentó darle en el gusto. Estudió dos años Cocina Internacional en el Inacap, pero lo hizo en Viña e Iquique, para estar cerca de la playa y seguir surfeando. Y también le mostró resultados concretos: gracias a que desde hace años es el número uno en los campeonatos, se consiguió auspicios y negoció con algunas marcas que le pagan un sueldo. "No es un gran sueldo, pero me permite vivir arriba de las olas", resume.
Ya nadie en su familia discute su vocación marina; al contrario, lo apoyan completamente. Yenia, que es una ferviente admiradora de su hermano, incluso hizo una manda a Sor Teresita de Los Andes para que le vaya bien. "Me comprometí a peregrinar por cinco años haciendo una caminata de dos kilómetros a pie pelado con tal de que cumpla su sueño", revela. Y el sueño de Ramón es grande: quiere ser el Chino Ríos del surf, el primer chileno que esté entre los capos del mundo en correr olas gigantes.
"Hay una frase que siempre digo: No quiero llegar a viejo y decir 'Puta, cuando tuve 20 pude haber sido un huevón seco, haber llegado a campeón mundial y no lo hice, porque no lo intenté o no me jugué'. Y ahora tengo claro que la estoy haciendo, que mi sueño no es tan lejano. Sé que al correr olas gigantes estoy jugando con la muerte. Pero si me llego a morir estoy haciendo lo que quiero. Creo que sería el huevón más feliz del mundo muriéndome en el mar, porque me siento parte de él. Siempre le digo a mis viejos que cuando me muera no me quemen o me echen tierra. Que me tiren enterito al mar aquí en la playa, en Punta de Lobos. Ahí voy a descansar feliz".