En 1999, cuando fue candidata presidencial, la antropóloga y activista Sara Larraín no había militado en ningún partido político. Era independiente, ambientalista y mamá de dos. Su foco, al igual que los que apoyaron su candidatura, estaba puesto en la recuperación completa de la democracia. Sin eso –pensaban por ese entonces– no lograrían articular, ni mucho menos tratar de resolver las demandas planteadas por los movimientos sociales de la época. Había visto ya lo que estaba ocurriendo en los distintos territorios del país, porque dos años antes de la transición, había convocado a distintas organizaciones a una casa de retiro que levantó junto a su equipo en Crescente Errázuriz con Grecia. Esa vez, cada uno de los dirigentes sociales pudo exponer las problemáticas de salud y alimentación que por ese entonces ya estaban enfrentando; había niños en los hospitales, comunidades indígenas sin agua y mineros con problemas serios de salud. Las dificultades vinculadas a la contaminación del agua por residuos tóxicos de grandes empresas se estaban viendo cada vez más, pero aun así no muchos políticos habían decidido poner el énfasis en eso. Hablar de sequía, de contaminación ambiental y de residuos tóxicos no era común y aquellos que sí lo hacían eran vistos como personajes secundarios. Poco conectados con lo que –según la elite política– realmente importaba.

A Sara la tildaron de hippie, de alternativa y decían que sus preocupaciones e inquietudes eran poco atingentes a la realidad del momento. Ella, sin embargo, sabía que si no se empezaban a discutir esos temas, los daños serían tan graves que eventualmente se desataría una crisis que pondría en jaque todo lo establecido de manera tan rígida y enfática hasta entonces. Una crisis absoluta del modelo de desarrollo, tal como la que vivimos hoy, luego de un estallido social y una pandemia, que no solo develaron lo que había por debajo, sino que gatillaron un profundo cuestionamiento al sistema imperante. Finalmente lo que ella y su equipo previeron y anunciaron hace más de 20 años.

La Cumbre de la Tierra, organizada por la ONU en 1992 –y realizada en Río de Janeiro–, les dio la razón. Ya no se podía, o al menos no de manera pública, decir que se trataba de temas que solo le importaban a los alternativos o a los habitantes de las zonas afectadas. Las problemáticas de un modelo de desarrollo extractivista y capitalista se estaban empezando a manifestar. Eran reales, estaban ahí, y el mundo las estaba identificando. Y ese futuro del cual hablaban unos pocos hace ya varios años, no parecía ser tan lejano. Sara y su equipo lo vieron como una oportunidad; en ese entonces el presidente electo en Chile era Patricio Aylwin y no hubo más opción que firmar la Convención del Cambio Climático en Río y a su vez, tramitar la ley sobre bases generales del medio ambiente, implementada en el país en 1994 y que estableció de ahí en adelante un marco teórico de regulación del derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, de la protección del medio ambiente y la preservación de la naturaleza.

Esta fue una manera de legitimar, según explica hoy Sara, lo que un movimiento ciudadano emergente venía advirtiendo hace rato. “Pero con Frei hubo un gran retroceso. Por eso todos los sectores sociales nos organizamos y levantamos la candidatura del economista Manfred Max Neef. La llamamos la candidatura de los temas ausentes de la transición. Fue para dar cuenta de que se había perdido el rumbo”, dice.

Fue ahí también que Larraín y un grupo de académicos, activistas y ambientalistas armaron Chile Sustentable, hoy una iniciativa presidida por ella que reúne a distintas ONG y que busca cambiar el paradigma del desarrollo en Chile. “Lo empezamos para que no nos dijeran que éramos alternativos y así mismo enumeramos cada uno de los puntos rojos en cuanto a equidad, sostenibilidad y profundización de la democracia de cada una de las políticas importantes. Levantamos una agenda ciudadana y un diagnóstico de lo que había que cambiar”, explica.

Hoy Sara ve su candidatura de ‘99 como un saludo a la bandera. “Amigos míos decían que fue una acción de arte, yo digo que fue una campaña pobre, sin equidad entre los candidatos. Con Gladys Marín nos pusimos de acuerdo e hicimos acciones juntas, porque por ser mujeres no nos daban tanto espacio. Pero en resumen, fue una candidatura propositiva y los temas que pusimos sobre la mesa son los que hoy se están viendo en la Convención Constitucional. Esta agenda, que fue muy adelantada para la época, pudo ser así porque los que la articulamos estábamos ahí en terreno y teníamos un canal directo de comunicación con la ciudadanía. Los que hicieron la política agrícola eran profesores de Temuco y Concepción, por ejemplo. Así, con muchas ONG, logramos juntar una inteligencia vinculada a recuperar el interés público, la equidad y el bien común”, recuerda. “Lo que estábamos haciendo era entender y concebir un desarrollo sostenible por el cual toda problemática tenía que verse de manera integral, no como temas desarticulados”.

¿Sigue existiendo una visión sectorial y desarticulada de las políticas?

Esa es una visión muy propia del siglo XIX, que además en Chile no tuvo posibilidad de evolucionar, y sigue estando muy vigente. Hay un gran paréntesis de muchos años en los que hubo una mera administración del Estado sin actores políticos. Todas las leyes durante la dictadura fueron escritas por un sector tecnocrático e interesado y se legitimaron sin ninguna deliberación en el Congreso. Por lo tanto, es esa brecha sin ciudadanía la que hizo que todo se empezara a ver de manera desarticulada y fragmentada. Es un gap en el que no hubo participación ciudadana y eso generó un gran retroceso.

A eso se le sumó que la política fue condenada como lo peor del mundo. Entonces hay toda una generación que lo vivió así y que todavía tiene ese reminiscente. No es el caso nuestro, que cuando ocurrió el golpe estábamos entrando a la universidad; íbamos a marchas, participábamos en actos políticos y alcanzamos a conocer algo de lo que es la deliberación. Las generación que vinieron después se desencantaron porque no alcanzaron a tener eso. Es recién con los movimientos estudiantiles, medioambientales y el feminismo que se reivindica el ser político y que se vuelve a despertar un interés por lo público. Por eso la transición fue difícil, porque faltaban generaciones con inspiración de política pública que se hicieran cargo.

¿Por qué es importante que se trabaje de manera intergeneracional?

Eso es clave; nosotros como generación más antigua tenemos la responsabilidad de incentivar y apoyar a las generaciones más jóvenes. Son ellos los que hoy están dando la batalla, porque entienden que les toca, pero no la están dando solos. Hay todo un bagaje de conocimiento que es acumulativo. Hay también una apertura a que los jóvenes tomen el liderazgo porque les corresponde, pero muchas veces los que están escribiendo y asesorando no son ellos. Por eso el diálogo entre generaciones es fundamental.

¿Qué crítica le haces a tu generación con respecto a estos temas?

A mi generación le critico, aunque no en todos los sectores, que se haya concentrado mucho en lo ambiental, sin incorporar al mismo tiempo la dimensión social. Se trató, justamente, de una mirada poco integral y más bien desarticulada, como decíamos antes. Cuando en realidad había que entender que no nos interesaba solo proteger el medioambiente si es que no nos cuestionábamos el sistema del cual dependemos.

No había un cuestionamiento al modelo de desarrollo y solo se hablaba de la conservación de la biodiversidad. No se veía lo macro. Hay que concebir que estos no son movimientos separados y tampoco son lineales, sino que acumulativos y de sinergia sistémica. Por eso se entiende que hoy Gabriel Boric hable de un gobierno ecologista, porque eso aborda la equidad social y la participación democrática, no solo el medioambiente. Si no tienes derechos, probablemente vas a destruir el medioambiente o algunos van a consumir 500 litros de agua al día y otros van a estar consumiendo 80. O los países del norte van a seguir emitiendo una cantidad enorme de gases y otros van a sufrir las consecuencias y daños.

¿A qué ejes temáticos tiene que ponerle énfasis la administración de Boric?

Lo primero es que estamos en una crisis hídrica y eso no se puede evadir. Hay que parar la sobreexplotación y la destrucción de las fuentes y hay que garantizar el acceso a la población rural y de la ciudad. Este es el principal problema, porque sin agua no hay ciudad, no hay escuela, no hay producción agrícola y no hay comida. Por otro lado, hay que acelerar el cierre de carboneras y generación fósil. Y a su vez, restaurar los bosques nativos y frenar la desertificación.

El territorio nacional tiene elementos, tenemos un patrimonio y ese es el espacio que tenemos para el desarrollo. Con esa cantidad de bienes lo que tenemos que hacer es generar el suficiente bienestar para todos, pero al mismo tiempo asegurar que ese bienestar no se coma todo, para no dejarle el país totalmente destruido a las próximas generaciones.

En ese sentido, tenemos que dirigirnos hacia una equidad radical y eso está vinculado al acceso a estos bienes naturales del país. Porque esa es la base de la inequidad en Chile.

Los derechos de agua, por ejemplo; el agua es un bien nacional de uso público pero resulta que en la Constitución del 80 se estableció que quienes tienen la concesión tendrían la propiedad sobre ella. Hay que corregir estructuralmente el uso de los bienes naturales públicos de este país y con eso vamos a poder sostener bienes sociales como la salud y la educación.

Hace unos meses asesinaron a la activista medioambiental Javiera Rojas en Calama. Un informe de Global Witness plantea que en el 2020 las y los activistas medioambientales asesinados fueron más de 220. Esto es una realidad, ¿cómo se debería abordar?

Esta es una realidad que está mucho más visibilizada ahora pero ha ocurrido siempre. Todas y todos los activistas medioambientales nos hemos visto amedrentados alguna vez. A mí me han quebrado huesos. El tema es que a la justicia no le da el ancho, por mucho que hayan jueces que realmente tengan la intención. Entonces en el próximo gobierno debiese establecerse una regulación y fiscalización de las grandes empresas, firmar el Acuerdo de Escazú, que protege la vida de los activistas medioambientales y trabajar rápido en el protocolo de las Naciones Unidas sobre empresas y derechos humanos. Tiene que haber información, rendición de cuentas y reparación, y ojalá una defensoría pública de tipo socioambiental, porque sino, siempre se va a tratar de llevarlo a otro relato; de que la activista tenía un amante, o se había drogado. Y esas son todas excusas que solo desvían el foco y que hacen que las empresas queden impunes.