Tanto se ha hablado sobre maternidad y aún pareciera no haber límites para definirla. Quizás eso sea bueno. Permite construirla como cada uno la lea, la necesite o la sienta.
Mi vínculo con ella comenzó hace varios años, tiempo en el que tenía estructuradas formas y rígidas maneras de comprender y vivir tantas cosas.
De todos los planes que hemos tenido durante estos doce años con mi marido, ser papás siempre nos acompañó. Fuimos armando nuestra historia de manera previsible: primero vivimos juntos, después nos casamos, hicimos cada uno un postgrado y después quisimos ampliar nuestra familia. Y aunque comenzamos con mucha ilusión, al ver que las cosas no resultaban como las habíamos planificado, poco a poco nos empezamos a sumergir en la ansiedad. El tiempo pasaba, la tensión se hacía parte de nosotros. De alguna manera podíamos presentir lo que venía.
Recorrimos el pesado camino de las parejas infértiles que pasan por eternas consultas médicas, miles de viajes a Santiago y todo tipo de tratamientos y hormonas. Las posibilidades se agotaban, y con eso no solo se rompía nuestro sueño y aparecía un dolor profundo, también inauguraba un lugar de incertidumbre y poco control sobre mi vida. Y esto me era insoportable de llevar. Pero en medio de ese mar de preguntas, rabia y pena, tuvimos una clara luz que viró nuestro rumbo.
Recuerdo que fue después de la cuarta in Vitro, cuando ya estábamos agotados y endeudados, que nos propusieron hacer un estudio al embrión para saber por qué no funcionaba el tratamiento. Había que fecundar un óvulo y luego analizarlo. Esa posibilidad marcó un límite tan claro que nos permitió decir hasta acá llegamos, al menos por esa vía.
Entonces, comenzamos a recorrer el desconocido camino de la adopción. Un viaje que nos cambió por completo, nos hizo mirar de frente los dolores y miedos más grandes, pero también nos dejó conocer un amor nunca antes vivido. Tres años de obstinada preparación y dura burocracia terminaron con la llamada más emocionante jamás recibida, esa que nos hacía padres de nuestra hija, una niña maravillosa.
Desde ese momento la vida ha sido indescriptible. Su presencia lleva en el corazón un aprendizaje profundo fruto de un tipo de sanación personal y comunitaria que trasciende nuestra familia, con alcances kilométricos del que día a día somos afortunados de vivir.
Ya son casi 4 años desde su llegada y hemos podido ver cómo es que su inmensidad tiñe de amor nuestras vidas. Y así como ella nos hizo nacer como padres, también ha permitido que ahora estemos esperando a nuestro segundo hijo que, contra todo pronóstico, es inesperado y naturalmente biológico.
Este embarazo me ha hecho vivir otro lugar de la maternidad. Por un lado, todo lo nuevo relacionado con la fisiología, los cambios en el cuerpo y las sensaciones que tener un bebé dentro; y por otro, ha venido a darme un nuevo ciclo como madre, conectándome de una forma profunda con el embarazo de mi primera hija y con todos esos momentos que no pudimos vivir juntas. A veces cierro los ojos y he podido sentirla dentro mío. De algún modo es un renacer, una regestación familiar que me llena de emoción y me permite también entender el sentido del camino recorrido.
En este tiempo de espera me preparo con mucha ilusión para la nueva llegada, mientras agradezco tener estas dos historias de maternidad que, siendo tan distintas, encajan de manera perfecta.
Alejandra tiene 37 años y es kinesióloga.