Estaba en el living de mi casa con Vicente en brazos. Había un silencio sepulcral, mi hijo estaba recién nacido y no quería que se despertara. A un lado había una foto mía y de mi marido en un viaje que hicimos a Machu Pichu. Cuando la miré, comencé a llorar desconsoladamente; sentí que todo aquello que yo era en ese momento, ya no existía. Sentí que esa versión mía ya no volvería jamás.
Cuando me casé, yo y mi marido decidimos que queríamos esperar un poco hasta tener hijos. Después de un tiempo – cuando ya nos sentíamos preparados – me quedé embarazada. Vicente fue muy planeado y esperado, pero cuando llegó, no tenía idea de todo lo que sucedería en mí.
Independiente de la típica reacción de agobio y cansancio físico de los primeros meses después de dar a luz, yo me sentía sola, atrapada. Cuando me convertí en mamá por primera vez, tuve la sensación de que todo había cambiado para mal. Estaba enojada con mis amigas que tenían hijos, era como si me hubiesen estafado. ¿Cómo nadie me advirtió de esto?, pensé. Porque más allá del no dormir o no descansar, sentí que mi identidad había cambiado, que dejé de ser yo.
Pero cuando Vicente cumplió dos años miré hacia atrás, y aunque había sido difícil, me gustó dónde estaba. Me di cuenta de que había aceptado mi nueva identidad, mi nueva yo, y fue ahí cuando decidí tener otro hijo. Sabía que sería difícil y cansador, pero esa sensación de estar fusionada con otro que al principio te invade y te quita tu privacidad, se transformaría en un vínculo imposible de cuantificar en términos de amor, imposible de comparar con otra cosa.
Pasé de ser una mamá poco preparada y muy asustada, a una que seguía teniendo miedo pero que ya sabía a dónde iba. Sentí que había transitado por un bosque brumoso y que me había reconstruido; fue como una metamorfosis; de oruga a mariposa. Logré entender que esa transformación, aunque me asustó, fue buena. Por eso todo fue muy distinto cuando tuve a mi segunda hija, Leonor, porque aunque ella también me estaba cambiando la vida, lo viví de manera distinta, con gozo y con placer.
Ahora que lo miro en perspectiva, creo que con la llegada de Vicente viví el duelo por esa mujer que nunca más fui. El hecho de pasarlo mal me impulsó a buscar ayuda y por eso abrí una cuenta de Instagram (@maternidadsinpausa) que se transformó en un diario de vida. Luego me formé como psicóloga perinatal. Hoy trabajo con mujeres que tienen depresión posparto, o que simplemente están viviendo ese proceso, y me veo reflejada en ellas, en esos primeros momentos de ser mamá.
Yo no sé si convertirse en madre es la experiencia más importante de una mujer, tampoco podría decir que te convierte en una mejor persona, pero sí creo que es una transformación trascendental. Hoy miro hacia atrás y efectivamente no soy la misma. Han pasado cuatro años y siento que hay una distancia enorme entre quien fui y quien soy.
Hay una típica frase que dice tienes que ser mamá para entender lo que significa. Yo creo que, más allá de aprender a cambiar un pañal o quedarte hasta las cuatro de la mañana sin dormir a la guagua, la frase se refiere a esa sensación de sentir que cuando eres mamá, el mundo se transforma. O mejor dicho, tu lo haces.
*Jocelyn Villarroel tiene 38 años y es psicóloga.