Paula 1249. Sábado 21 de abril de 2018. Especial Madres.

Las decisiones que tomamos en la vida pueden clasificarse de muchas formas. Osadas o cautas, acertadas o erradas, positivas o negativas, convencionales o extraordinarias, oportunas o desfasadas, predecibles o desconcertantes... De las muchas definiciones que podríamos darle a la vida, la suma de todas nuestras decisiones pudiera ser una de ellas.

¿Cómo podría calificarse la decisión de volver a España, luego de 32 años de vida ininterrumpida en Chile? Contadas con los dedos de las manos eran las personas que la veían como algo normal. No solo por mi compromiso con el país, expresado en mi rol como analista política en el debate público, sino por el motivo específico: acompañar a mis padres durante su vejez. Al parecer, algo así entraba a contravenir el sitial feminista en el que se me había colocado. Se me señaló que, con ello, me estaba haciendo eco del mandato de género que establece que somos las mujeres las responsables por el cuidado. Se olvida con frecuencia que, en sus ansias de igualdad, el feminismo es también libertad. Y una decisión si es libre, aunque parezca en apariencia reforzar estereotipos, es algo que el feminismo organizado debiera saber encarar.

Vivir con mis padres mayores es retornar a parajes que amantes del cine tendrán en su retina, pero que probablemente no asocien con Galicia: Mar adentro, Los lunes al sol, La lengua de las mariposas, La piel que habito, The way y Julieta, por nombrar algunas cintas de renombre. Pero no todo es verdor y salobre marino. Está también la realidad del "invierno demográfico". Galicia es una de las comunidades autonómicas de España más envejecidas, junto con Asturias y Castillas-León. Las tres, ubicadas en una España que es el segundo país más envejecido del mundo después de Japón y que experimenta la transición demográfica más rápida dentro del contexto europeo.

Vivir en una realidad con esas características pudiera hacer pensar que todo lo que te rodea es declive, disminución, deterioro o pérdida. Sin embargo, casi inesperadamente, voy también generando otra percepción: la de asistir a una nueva frontera. Como producto del  aumento de la esperanza de vida sumado a la drástica caída de la natalidad podremos vivir, en promedio, 34 años más que nuestros abuelos. Tenemos por delante una segunda vida de adulto que se ha añadido a la nuestra y que puede ser visto como uno de los mayores triunfos de la humanidad. Mis padres, a medida que envejecen, pero también yo con ellos, más que conservadurismo, dependencia y renuncia, me entregan perspectivas vitales lejanas a la idea de la vejez como una patología. Me proporcionan conversaciones acerca de la salud, el cuidado y la movilidad; de la situación de las pensiones (España asiste por estos días a una "rebelión" de sus jubilados, molestos por la pérdida de su poder adquisitivo); sobre el trabajo y el propósito, donde afloran aspectos relativos a la educación permanente y una jubilación que permita capitalizar las experiencias vividas; sobre el voluntariado y el compromiso en sociedades cada vez más maduras que subestiman su posible contribución política; acerca del aprendizaje, con inquietudes acerca de las posibilidades que ofrecen los viajes, la relación entre generaciones, la tecnología y los afanes espirituales o gerotrascendencia.

Lo anterior nos interpela más a las mujeres. En todas las sociedades es posible observar la "feminización de la vejez" dada nuestra mayor esperanza de vida con relación a los hombres y, además, en condiciones más precarias. En España, asistimos a una nueva generación de mujeres que se niega a disimular su edad, que reivindica su derecho a envejecer de forma natural y a no ser arrinconadas. Ubicadas entre los 50 y los 75 años, conforman esa nueva madurez que ya anticipó la actriz Liv Ullmann cuando afirmó: "Quiero ver el rostro que Dios me tiene reservado para mi vejez".