Las copas de un par de manzanos bambolean con el viento que sopla fuerte en Caleta Gutiérrez, el villorrio de casitas desperdigadas frente al mar, en la zona oriental del Seno del Reloncaví. A una hora de Puerto Montt, para llegar hasta acá hay que viajar por una angosta carretera que pasa frente a Quillaipe, Metri, Lenca y Chaica, los caseríos que dibujan la primera parte de la Carretera Austral, en la Región de Los Lagos. “Este sector durante 300 años estuvo deshabitado”, comenta la antropóloga Carolina Oliva -hoy subdirectora de la Sede Sur Austral de Fundación Artesanías de Chile-, mientras maneja su camioneta. “Hasta 1850, acá en los veranos llegaban cuadrillas de hombres desde Chiloé y Calbuco a explotar los bosques de alerce para fabricar tejas y luego se iban”.

Oliva va rumbo a Caleta Gutiérrez, donde supervisa la formación de Fundación Artesanías de Chile a las quince artesanas textiles de la agrupación Vista al Mar. “Todas ellas eran artesanas que forman parte de la tradición textilera de la Carretera Austral. Casi todas mujeres mayores que de niñas aprendieron de sus mamás y abuelas el proceso de transformación de la lana: lavar el vellón, hilar, teñir y tejer piezas grandes, un conocimiento que habían abandonado cuando dejaron de tejer”, comenta Oliva. En estos años el foco de la formación ha sido el rescate de un producto tradicional de la zona que había desaparecido: la frazada brocada -o florida, como la llaman las artesanas-, que tiene una base de cuadrillé blanco con negro y donde, en los cuadraditos blancos, van intercalando una trama de hilado suplementaria muy colorida, que le da fuerza al tejido. Una compleja forma de entramado que las artesanas van haciendo a medida que tejen en el telar que en la década del 70 se comenzó a perder.

Rumbo a Caleta Gutiérrez, Carolina Oliva pasa a buscar a María Balcazar, maestra artesana nacida en Lenca, famosa en la zona por la calidad de sus tejidos, y quien guió a las artesanas que participan en su vuelta al tejido. María aprendió de su mamá cuando tenía trece años y es reflejo de lo que ha pasado en la zona: en su momento partió a vivir a Puerto Montt, trabajó en el sector industrial y luego, desencantada, retomó el oficio textil del que hoy vive. “¿Por qué se perdió la frazada brocada?”, comenta María en el auto. “Cómo no se iba a perder, si hasta hace unos años ibas a Angelmó con una florida y te querían pagar 18 mil pesos, cuando una gastaba 20 mil solo en materiales. Por eso muchas decidieron no seguir tejiendo y se dedicaron al desconche de mariscos o a trabajar en las salmoneras”, dice.

La tradición textil llegó a la zona a mediados de 1800, cuando los colonos alemanes que se instalaron en la cuenca del Llanquihue gatillaron la demanda por madera en la zona para la construcción de casas. “Eso empujó a que los chilotes, que antes venían solo los veranos, se instalaran de manera fija”, explica Oliva. “Con ellos llegaron sus mujeres, herederas de la tradición textil del archipiélago y así comenzó la historia de las tejedoras de la Carretera Austral”. Pero a diferencia de Chiloé, donde las mujeres tejían frazadas para abrigar a sus familias y por lo tanto eran comunes en las casas, en Caleta Gutiérrez -como en el resto de la Carretera Austral-, ese tejido fue una estrategia de supervivencia económica. “Este era un sector aislado y la vida era muy dura. Como a los hombres les pagaban mal en las madereras, las mujeres se pusieron a tejer”, explica Oliva.

“El trabajo era muy sacrificado, porque como es una zona de tierras muy húmedas y no hay praderas, se crían ovejas para carne, no para lana”. Eso, explica, hacía que las mujeres tuvieran que idear una compleja logística para tejer: partir en lancha al Mercado de Angelmó, en Puerto Montt, a comprar vellón sucio. En sus casas lo cardaban, hilaban en huso, luego teñían y tejían en telar. Una vez que tenían la frazada, se subían con ellas a la lancha y partían a venderlas a Puerto Montt. Era tanta la necesidad de vender, que en las casas de Caleta Gutiérrez hoy es difícil encontrar una de ellas. “Era un lujo que no se permitían”, explica Oliva. “La lana para tejer era oro. Tanto, que incluso los colchones los rellenaban de paja para tener lana para tejer”.

El sacrificio en algún momento tuvo recompensa: cuando la cooperativa Sol de Chile instaló una sede en Puerto Montt y generó una época de gloria a nivel textil en esta zona. “Traían sacos de lana de 200 kilos desde Magallanes, una lana de muy buena calidad de la que proveían a las artesanas y la misma cooperativa luego les compraba casi toda la producción de frazadas”, explica Oliva. El drama comenzó con el cierre de la cooperativa en los años 70, el que coincidió con una mirada cada vez más peyorativa hacia el trabajo artesanal. Eso provocó que decayera el interés por comprar, en el Mercado de Angelmó a las artesanas apenas les pagaban por sus productos, entonces muchas dejaron de tejer. Y las que continuaron, lo hicieron tejiendo solo cosas sencillas. Así la tradición más compleja, como la frazada brocada, se perdió.

María Balcazar asegura que las cosas comenzaron a cambiar cuando a la zona empezó a llegar gente de otros lados, sobre todo de Santiago. “Empezaron a preguntar por textiles antiguos, a preguntar de dónde venían esas frazadas que encontraban tan lindas, pero que ya no hacían las artesanas”. Ese nuevo interés coincidió con el trabajo que empezó a hacer Fundación Artesanías de Chile cuando instaló su sede en Puerto Varas en 2004. “Ellos empezaron a comprar todos los meses parte de su producción a las artesanas y eso fue un incentivo para volver a tejer”, dice Balcazar.

Con las artesanas de Caleta Gutiérrez el nexo se dio un día de 2017, cuando algunas integrantes de la agrupación Vista al Mar llegaron a tocar la puerta de la tienda en Puerto Varas. “Varias tejían, pero les faltaba calidad, porque habían dejado de hacerlo por muchos años”, explica Carolina Oliva. “Pero era un grupo que tenía muchas ganas. Entonces partimos haciendo un diagnóstico: ver qué valía la pena que tejieran para que fuera una real oportunidad. Les propusimos rescatar el brocado, porque era una técnica tradicional que estaba perdida y no la estaban haciendo el resto de las tejedoras de la zona”.

Los días de formación suelen partir compartiendo un mate calentito y comiendo pan amasado. Luego, durante la sesión, ejercitan lo aprendiendo: seguir patrones de diseño y combinación de colores, dar buen manejo a la lana y mejorar la técnica de teñido con anilina, donde se les ha remarcado la importancia de utilizar una específica para lana, que logra mejor fijación y así no quedan restos de químicos en el agua. La formación también ha incluido sesiones de gestión comercial para que las artesanas manejen herramientas básicas de comercialización.

“Les hemos hecho harto hincapié en que ellas son guardadoras de un oficio tradicional y que hay personas fuera de Caleta Gutiérrez que lo valoran, que encuentran bello lo que hacen y que están dispuestas a pagar por ellos un precio justo”, comenta Oliva, quien todavía recuerda cómo una de ellas, Magaly Uribe, en las primeras sesiones apenas resistía el sueño: trabajaba en los turnos de noche en una salmonera. Tres años después renunció. ¿El motivo? Estaba decidida a vivir de la artesanía.

*Este testimonio es parte del libro Proartesano 2021. Semillas de Cambio, editado por Fundación Artesanías de Chile y publicado en exclusiva para Paula.cl.