En 2016 tuve la dicha de que llegara a mi vida una persona muy especial. Me convertí por primera vez en tía de un niño maravilloso. Es el hijo de mi hermana menor, que se embarazó a los 17 años. Pese a su edad y las complicaciones que tendría por ser un embarazo adolescente, como familia la apoyamos y cuidamos desde el primer instante. En ese momento ella estaba en pareja. El papá de la guagua era su pololo desde los 14 años, quien luego de enterarse del embarazo, asumió su paternidad al punto que se mudó a vivir con nosotros.
En este contexto llegó mi sobrino. Antes de conocerlo, nunca había tenido ningún tipo de conexión con un niño, de hecho, era de las personas que prefería mantenerlos lejos. Sin embargo, desde el día que nació nuestra conexión fue mágica. Somos los mejores amigos: cada vez que salimos juntos, vamos por la calle bailando y saltando las líneas de las veredas, creamos historias entretenidas, realmente lo pasamos muy bien juntos.
Cuando cumplió tres años, mi hermana y el papá de mi sobrino terminaron su relación. Así que él se fue de nuestra casa y volvió a vivir con su familia. En un comienzo mantuvo el contacto con el niño bien seguido, pero luego comenzó a verlo solo una vez a la semana y así, cada vez más esporádicamente. Recuerdo un día de octubre, le tocaba ir a buscarlo al jardín, pero nunca llegó. Tampoco llegó para el día de su cumpleaños, ni en Navidad ni año nuevo. Es más, desde entonces no lo ha vuelto a ver. Mi sobrino, a su edad, nunca ha logrado comprender lo que pasa. Solo lo extraña y pregunta por él. Obviamente también llora mucho.
Todo este tiempo he sido testigo de cómo le ha tocado a mi hermana darle respuestas a su hijo: que el papá está trabajando lejos, que se fue de viaje y decenas de otras excusas. Todo con el objetivo de cuidar la imagen que él había construido de su papá. Pensaba que con eso le evitaría un sufrimiento. Pero en estos casos el sufrimiento es inevitable y por tanto la falta de cariño de su papá hizo que en mí naciera una necesidad de protección profunda y para toda la vida.
Mi sobrino es un niño feliz, inteligente, amoroso, educado. Pero también es un niño que tiene miedo al abandono. Siempre está pendiente de dónde va su mamá, y varias veces nos sorprende con preguntas como: “¿Estaremos juntos para siempre?”. Sé que es lo normal después de lo que le ha tocado vivir, pero también estoy convencida que esto no va a marcar su vida porque nosotras, su mamá y yo –porque aunque no sea su madre biológica, si me siento su madre– vamos a encargarnos de darle todo el amor y contención que necesite para crecer como un niño sano y feliz.
Mi sobrino ha sido un regalo que me llena el corazón. Si no lo veo en dos días se me aprieta el alma y necesito sus abrazos, sus risas y su amor. Me cuesta mucho entender que una persona se haya querido perder la oportunidad de vivir cerca suyo, que haya desaprovechado un amor tan puro como el que se le puede tener a un hijo. Me imagino que la vida se va a encargar de que alguna vez lo entienda, como también se encargó de darme a mí la maravillosa experiencia de maternar, de sentir ese amor puro por mi sobrino.
Carola Ilabaca es lectora de Paula, tiene 26 años y trabaja como independiente.