Han pasado siete años desde que mi amiga me presentó al chico con el que estaba saliendo. Esa relación de adolescente se ha convertido en una mochila difícil de cargar para ella y su entorno. Como amiga siempre le creo el cuento del lobo que nos relata, mientras soy un testigo frustrado de cómo se va apagando su fuerza. Esta vez dice que no volverá con él, ella se lo cree, yo sólo me detengo unos segundos mientras escribo, cruzo los dedos y pido que sea la definitiva.

Ya no sabe cuántas veces han terminado la relación. Perdió la cuenta desde hace mucho tiempo. Le propongo, entonces, un cálculo: dos veces por año; es decir, catorce veces. Ella se decide por otro número: quince, me dice. La penúltima parecía ser la definitiva. Había pedido ayuda de una profesional que en la primera sesión habló de la codependencia. Y, aunque no volvió por una segunda consulta, ese concepto, que plantea la incapacidad de ambas partes de alejarse de una relación enfermiza, se le quedó dando vueltas.

Carolina tenía 24 años cuando me lo presentó. Era una fiesta en una azotea de un edificio en Providencia, iluminada por el cartel de Monarch. Fue de los primeros encuentros públicos y todo lo que le había contado su mejor amiga de su hermano, parecía cumplirse al pie de la letra. Me llamó la atención, sin embargo, que una buena parte de la noche Diego lo pasara conversando, entusiasmado con Pamela —otra compañera de mi amiga—, riéndose con ella, ofreciéndole ir a buscar otra cerveza y masajeando su brazo. Pero cuando se lo comenté a Carolina, ella le restó importancia.

Vivían en la misma comuna y eso facilitó las cosas, sobre todo en tiempos de estudios y mesadas. Los padres de Diego estaban felices de tenerla sentada en su mesa dominical y los padres de ella la veían contenta y con eso les bastaba. A medida que la relación se fue consolidando, Carolina se me fue volviendo difusa. De pronto, empezó a limitar su consumo de alcohol y a evitar situaciones que lo pudieran tentar a él de consumir en exceso. "Es mi forma de ayudarlo", solía decir. Cada vez se fueron acotando más los espacios para compartir y la noche se fue convirtiendo un lugar de conflicto recurrente. La empecé a ver menos y supuse que si algo andaba mal recurriría a mí sin dudarlo. También tenía mis asuntos: estaba empezando una nueva relación, un nuevo trabajo y supongo que el pololeo de mi amiga de infancia pasó a otro plano.

Que perdieran los pasajes a México para sus primeras vacaciones, porque ella no quería viajar "así" con él, me hizo ruido. Luego, una llamada telefónica donde él le contaba que casi se ahoga en la tina de no ser por su gato que lo despertó, fue el botón de pánico que se activó en mi cabeza sin vuelta atrás. ¿Qué sabía de él? Que era psicólogo y que aún vivía con sus padres ¿Y de mi amiga? Que desde pequeña evitaba los enfrentamientos, que prefería no dar su opinión en los debates por más cotidianos que fueran y que era a quien acudías para mantener la calma, los pies en la tierra y para que apoyara tu idea. Y, que pudiendo elegir entre todos los que suspiraban por sus ojos celestes, tez blanca y sonrisa perfecta, nunca tuvo suficiente confianza en ella.

Los meses de relación se fueron transformando en años y los años fueron acumulando rupturas. Ella entremedio fue diagnosticada de celíaca. Fue un cambio brutal en su estilo de vida, y él estuvo a su lado en ese proceso. A partir de ahí, de alguna forma ella se sintió en deuda.

Llegó un punto, a los tres o cuatro años, en que ya no decía cuando terminaba, y en que yo dejé de preguntar cómo iba su relación. Y lo cambié por un ¿y cómo está tu corazón? Y un escueto ¿amiga, estás bien? Sus respuestas eran casi siempre monosilábicas y evasivas, excepto cuando se me aparecía en los sueños. "Soñé contigo", le decía, y con cierto asombro y sin defensas ella empezaba a hablar.

La falta de información nos obligó con otra amiga a buscar señales. Si nos invitaba a tomar un café un domingo, ya llevaba al menos dos semanas sin él. Si cerraba alguna red social, estaba tratando de que él no supiera de ella ni la contactara. Si era más activa en los grupos de Whatsapp, estaba buscando compañía. Si pasaban días sin contestar, es que le daba vergüenza decir en qué andaba. Si adornaba su foto de perfil con un marco en apoyo a un candidato político, es que ya habían vuelto a salir. Y si ya no podía quedar a un café los fines de semana, es que todo había vuelto a foja cero.

En las quince y más veces que han terminado, le he creído. Mi otra amiga, la más escéptica, me dice que soy ingenua, que en cosa de semanas volverá con él. Lo dice con mucha rabia, es psicóloga. Pero cómo no creer cuando me escribe: "Ya no tengo energía. Terminamos y de corazón espero que sea definitivo". No tengo otra opción que apoyarla y poner en marcha un discurso que he ido puliendo con los años. Le hablo de casos de éxito, de amigos que tocaron fondo en penas de amor y lo superaron. De una amiga que pololeó ocho años y que sólo seguía en la relación porque se había convencido de que no iba a encontrar a nadie que la amara como él. Hoy esa amiga viaja sola por el otro extremo del mundo y eligió amarse a ella antes que todo. También le hablo de otra amiga que a las dos semanas de llegar a vivir a Los Ángeles, vio fracasar el proyecto de vida en conjunto con su pareja, porque él se dio cuenta, después de cuatro años de relación y estando en otro país, que no era con quien quería estar. Esa amiga tuvo su mejor año en Estados Unidos y en los próximos meses me llegará su parte de matrimonio. Y, a veces, termino hablando de un amigo que es un enamorado del amor, que cada relación que inicia termina en desilusión, pero que aún así no deja de creer.

¿Es el hombre de tu vida? Llegué a preguntarle una vez en medio de la desesperación. Pensé que quizás si la respuesta era positiva, no tendría más remedio que entenderla. Pero ella fue categórica: no, dijo. Pero Carolina dio con otros argumentos: que ha pasado tanto tiempo, que su familia me quiere, que no me imagino estando con otra persona, que tenemos química, que está haciendo terapia, que encontró un trabajo estable, que ya no rechaza la idea de ir a vivirnos juntos, que está dispuesto a irse de la casa de sus padres, que está cambiando, que ahora es distinto, que esta vez sí que resultará.

Hace poco más de un mes me llegó un mensaje de voz de mi amiga, que duraba casi cuatro minutos. Me contaba que estaba cansada en el trabajo, que no tendría vacaciones en el mediano plazo, y que estaba disfrutando de la familia y de las fiestas de fin de año. "Todo esto es porque terminé con Diego", decía mientras respiraba más lento, "y esta vez tengo toda la fe y quiero que sea definitivo. Ni siquiera estoy trabajando en eso, sino que acepté que tiene que ser así".

¿Será esta vez la definitiva? Lo máximo que han estado "terminados" ha sido 3 meses, y ahora me doy cuenta que esta vez podría superar ese límite. Cada vez que ha estado cerca de ir más allá, me invade la esperanza y la caída es siempre igual de frustrante. Su experiencia me conecta con mis mayores temores. Hace justamente 10 años, por esta misma fecha, puse término a una relación dañina de cinco años. Sólo pude hacerlo cuando me fui de intercambio de estudios a España. Este fue mi antídoto para dejar atrás cinco años de desamor, y a Carolina le paso proponiendo esta y otras recetas.

Se lo digo porque me angustia imaginar mi vida sin haber dado con ese antídoto, ya que en esa vida me vuelvo predecible. Es como si estuviera en pausa, y todo lo que pasara delante de mis ojos me resbalara. Ojalá Carolina se vea con claridad: como una mujer de 32 años con sueños acotados, conformada y asustada de perder un presente que no la hace feliz, de perder a un hombre del cual no está enamorada y un proyecto de familia que no tiene cimientos.

Estela López García es periodista y actualmente vive en Barcelona.