"Cuando tenía 25 y estaba estudiando para mi examen de grado de derecho, mi mamá entró a mi pieza una noche y me dijo "vístete Nachita, vamos a salir a bailar con mis amigas". Yo llevaba un mes encerrada estudiando y mi mamá, que hasta la fecha es mi mayor confidente y la que más me conoce, quería verme soltar la tensión. Le respondí: "¿Qué voy a ir a hacer ahí con ustedes?". Pero ella insistió. Y dejé a un lado los libros, me vestí y partí con ella y sus amigas cuarentonas a un boliche que ya no existe.
Bailamos y nos divertimos entre todas hasta las cuatro de la mañana, y en un minuto vi llegar a Pablo, un hombre guapísimo que se me acercó y me dijo "¿dónde seguimos?". Entre risas, nervios y un leve tono infantil, le respondí: "Vamos a bajonear al McDonald's". Yo me fui con mi mamá y sus amigas y él llegó un rato después con su amigo. Ahí cruzamos palabras, nos preguntamos nuestros nombres, nuestros intereses, qué hacíamos. Esto fue hace cinco años, y desde aquella noche que estamos juntos.
Un tiempo después, luego de varios ires y venires –él era divorciado y yo venía saliendo de una relación larga y tortuosa, además de los 14 años de diferencia entre nosotros–, me pidió pololeo frente a sus dos hijos chicos. En el 2018 nos casamos. Justo seis meses antes de tomar esa decisión, murió mi abuelo, que era como un papá para mí. Y eso me dejó devastada. Pablo me apoyó mucho, pero sentí que faltó contención. Ese abrazo que llega sin que uno lo pida.
Pasó el tiempo y por razones de la vida dimos paso a una dinámica que no nos acomodaba a ninguno de los dos. Y en vez de detectarla y trabajarla, dejamos que se nos saliera de control la manera que teníamos para discutir y enfrentar los problemas. Nos volvimos poco tolerantes y, si bien nunca hubo violencia, sacaba lo peor de él y él sacaba lo peor de mí. Yo empecé a anotar todas nuestras peleas en un diario, cual catastro, y pude ver lo mucho que peleábamos. Eso me sirvió para poner todo en una balanza y reflexionar. ¿Era esto lo que quería? ¿Cómo no íbamos a encontrar la forma de reformular la dinámica? Porque estaba claramente vencida. Y eso me lo decía un Pepe Grillo interno, todos los días.
Admito que soy una persona romántica, pero mi noción del amor romántico no va por lo que nos enseñó Disney. No creo en las princesas ni en los príncipes azules. No creo que haya que esperar a nadie ni a nada. Es más, creo que hay que dejar de esperar y hacer o construir lo que uno quiera. Y asumir que las cosas llegan solas en su debido momento. Creo, también, en la conexión que se da entre personas. Creo en cuidar al otro y ver los frutos que eso da. Creo en las segundas oportunidades y en que el amor romántico no solo se da con la pareja. Creo en el crecer juntos y desarrollarse, cultivar el respeto y conocer bien al otro.
Y por eso, pese a que no teníamos hijos –postergamos esa idea hace un tiempo– y pese a que algunos lo pusieran en duda, yo seguía creyendo e insistiendo con nuestra relación, aunque muchas veces tuve ganas de irme y de separarnos. Hasta hace poco, antes de que empezara la pandemia, incluso estaba convencida de que lo íbamos a hacer. Íbamos a tomar ese paso. De hecho, tuvimos una pelea y me fui a la casa de mi mamá, otra costumbre que había adquirido y que obstaculizaba la posibilidad de enfrentar las dificultades a las que nos enfrentábamos. En vez de encarar, agarraba unas pilchas y me iba.
Esa vez, al día siguiente, terminé hospitalizada por tres días. Como había recién llegado el coronavirus a Chile en la clínica querían asegurarse de que no fuese eso. En esos días, entre mi malestar, el tiempo aislada y las largas horas para pensar y reflexionar, logramos una comunicación con Pablo que no habíamos logrado antes. Empezamos a dialogar como no lo habíamos hecho en mucho tiempo.
Me dieron de alta y me fui a la casa de mi mamá. Y nuestro tono con Pablo fue el de volver a conocernos. Nos hicimos amigos y salieron varias cosas a la luz. Habíamos recurrido a terapia antes para tener las herramientas para sobrellevar las discusiones, y eso sentó las bases para el trabajo encuarentenados que estábamos teniendo ahora, sabiendo que ninguno de los dos podía irse a otra comuna. Cuando llegué de vuelta a la casa, hace un mes, nos sentamos a conversar. Los dos planteamos lo que nos molestaba del otro y dimos paso a un pinponeo de ideas. Y de repente nos quedamos sin palabras, con muchos sentimientos encontrados. ¿Cómo nos íbamos a rendir?
Así fue como decidimos establecer reglas para poder construir nuestras propias herramientas. Primero, enfatizamos en respetar nuestros espacios juntos y separados. Si estamos juntos, esos momentos son sagrados y nuestros. Y dejamos de lado el celular. Si comemos, o nos fumamos un cigarro, estamos ahí, en el momento. Segundo, puse límites. Desde el minuto que uno empieza a poner límites respecto a cómo quiere ser tratada y cómo tratar al otro, las cosas cambian. Tercero, nos dejamos de medir las fuerzas. Porque me di cuenta de que estábamos del mismo lado, pero chocando constantemente. Y, quizás lo más importante, me bajé de la nube de lo que debe o no ser el matrimonio. Porque no hay una sola fórmula y no es o bueno o malo, es mucho más complejo que eso.
Eso es precisamente lo que hemos hecho; estamos en un proceso en el que entre los dos reformateamos el concepto de matrimonio para que nos acomode más. Y parte de ese proceso es entender que estoy enamorada, pero que hay cosas que me desenamoran. No estoy amarrada. En este tiempo hemos vuelto a cocinar, a pasarlo bien, a escuchar música. Hemos vuelto a pololear y a disfrutarnos. Y ya no lo vivimos pensando en cuánto va durar la luna de miel, sino que simplemente la vivimos. Hemos definido nuevas reglas de convivencia y estamos apreciando el tiempo juntos. Estamos un poco en otra etapa de maduración, y dimensionamos lo importante.
Pensándolo bien, no creo que hayamos cambiado; nuestra esencia sigue siendo la misma, pero en algún minuto nos perdimos y nos enrabiamos. Y la persona que teníamos al lado terminaba siendo nuestro punching ball.
No es que uno diga todo esto y las cosas se vuelvan maravillosas, porque de por sí el matrimonio no es todo maravilloso, pero lo estamos pasando bien.
Al final, ¿qué nos impulsa? Creo que todos tenemos varios lados, caras y facetas. Y ciertamente una propia historia de vida .Pero creo en el poder del amor y en la recapacitación. No somos por ningún motivo la continuación del otro ni dependemos el uno del otro; nos juntamos en un minuto determinado porque hay amor y cosas en común. Y si eso se acaba realmente, porque nadie tiene el futuro asegurado, seguiremos reinventándonos cada uno con su vida por delante".
Ignacia Díaz (30) es licenciada de derecho y maquilladora.