Creo que llevábamos un poco más de un año juntos cuando un amigo me comentó que mi relación con David, mi pololo desde hace varios años, parecía más de amistad que otra cosa. Recuerdo haber estado en una fiesta, hablando con amigas y amigos. David probablemente hacía lo mismo. Y salvo las dos o tres veces que nos cruzamos y compartimos alguna risa o mirada cómplice -como para reafirmar que lo estábamos pasando bien y más tarde tendríamos mucho que hablar- no compartimos mucho rato. Consciente de que esa podría ser la razón por la que mi amigo sintió la necesidad de comentarme eso, le pregunté a qué se debía su reflexión. Me respondió con un "no han estado juntos en toda la noche".
Desde que empezamos a pololear –nos costó mucho asumir esa terminología, que por cierto yo nunca antes había escuchado–, nuestra relación se ha caracterizado por ser así. Independiente. No podría dilucidar con certeza cuáles fueron los factores que incidieron en que creáramos una dinámica un poco más libre de ciertos protocolos, pero me atrevería a decir que tuvo que ver con nuestras propias historias. Yo llevaba pocos años en Chile después de haber nacido y vivido toda la vida afuera, y aun no me acostumbraba al excesivo conservadurismo del país, que aplicaba, incluso y extrañamente, en las conductas de generaciones más jóvenes. David, por su lado, estaba, y sigue estando, particularmente desligado a la ya tendencia global de la hiper conectividad. No tuvo celular por opción durante mucho tiempo. Ni hablar de Instagram, que hasta el día de hoy sigue siendo un misterio para él. Y recién hace unos meses descargó Whatsapp, después de decidir irse a vivir fuera de Santiago.
Todo lo anterior, sumado a las necesidades y hábitos de cada uno, dio paso a una relación en la que no primaba, en exceso, la necesidad de estar constantemente conectados. Pero todo esto nos resultó bien, a nuestra manera, en la medida que existieran momentos solo para nosotros.
Cuando David terminó de estudiar agronomía, su primer trabajo fue en Algarrobo. Aquella vez decidimos tomarnos un receso que duró unos meses. Luego, a principios de este año, se fue a trabajar a Colchagua. Logramos adaptarnos a las circunstancias pero, por primera vez, puse en duda la dinámica de relación que habíamos construido. Como nunca antes, me empezaron a pesar las secuelas de una relación en la que no existía una rutina o disciplina comunicacional tan marcada. Por un lado, no perdíamos tiempo en conversaciones banales y nos ahorramos, sin duda, una cantidad importante de discusiones o malentendidos de esos que solo se dan por hablar en el celular. Pero por otro lado, me di cuenta que, de seguir así, era fácil que pasaran días enteros sin que interactuáramos y sin estar al tanto el uno del otro. Mis amistades nuevas me preguntaban por qué no conocían a mi pololo, y los comentarios como los de mi amigo se hicieron más frecuentes.
Nuestra dinámica, que jurábamos tener totalmente descifrada, parecía tener algunas fallas. Surgieron las incertidumbres y nos enfrentamos a una encrucijada: poner en duda el modelo al que ya estábamos acostumbrados y que habíamos construido con tanto amor y naturalidad, o seguir haciéndolo a nuestra manera sin sucumbir frente a las presiones externas. El timing era clave, porque unos meses después, David se iría a trabajar a California.
Sabía muy bien que ambos, de manera voluntaria, habíamos dado paso a esta dinámica un tanto desapegada, y que a nosotros nos resultaba bien. Pero a su vez, era consciente de que yo quizás en el pasado no había sido capaz de mantener relaciones a la distancia –familiares o de amistad– y que, en general, le hacía el quite a cualquier tipo de compromiso que excediera los límites geográficos inmediatos. No quería, por ningún motivo, que ese fuera nuestro destino. ¿Cuánto de esto, sin embargo, era una real amenaza y cuánto, en cambio, era producto de una realidad totalmente ajena a nosotros?
David se fue hace un mes y es difícil saber con certezas qué va a pasar. Más aún en tiempos en los que estamos acostumbrados a obtener respuestas rápidas, a la inmediatez y a lo desechable, sin dar mucho espacio a la espera y a la paciencia. Sobran las alternativas y si algo no nos satisface de inmediato, pareciera no servirnos. En ese sentido, una relación a la distancia, si no se cuenta con ciertas estructuras fijas de intercambio comunicacional, podría parecer algo poco atractivo. Pero hasta el momento ha sido todo lo contrario. Es una suerte de respiro de los estímulos externos. Y, más que nada, pone en valor algo que pareciera escasear en tiempos actuales; hablar cuando realmente tenemos algo que decir.
Emiliana Pariente es periodista y actualmente estudia un diplomado en Periodismo cultural, crítica y edición de libros. Nació en Nueva York y es hija de padre israelí y madre argentina