Estoy a punto de salir de vacaciones y los días previos han sido una maratón. Mi agenda está copada, con los pendientes del año, más todos los preparativos de un viaje largo. Me agobio, me canso, sin embargo, no puedo parar.

Miro a mi alrededor y observo lo mismo en otras personas: andan rápido, como si todo tuviera calidad de urgencia, desde llamar al gásfiter porque se tapó el lavamanos, hasta correr a la clase de yoga que “tengo” que hacer, porque “me va a hacer bien”.

Vivimos en una cultura donde la velocidad es sinónimo de éxito. ¡Bravo, qué eficiente eres! Te llega un mensaje y casi sin pensarlo lo respondes, como si con eso, ganaras algo. Como si detenernos, se convirtiera en una falta a nuestro deber ser.

Desde hace un tiempo, mi cuerpo me ha ido pasando la cuenta por esta forma frenética de vivir, insomnio, jaquecas, irritabilidad, lo que me ha llevado a preguntarme ¿y qué pasa si voy más lento?

El movimiento slow –o movimiento lento: una corriente cultural que promueve la lentitud y el equilibrio en la vida que se originó en los años 80– reflexiona sobre redescubrir el poder de andar lento, de tener un ritmo que priorice el bienestar, la conexión y el goce del momento presente. Nos invita a cuestionarnos el apuro persistente y cómo queremos vivir nuestro tiempo.

Esto no sólo se traduce en caminar despacito, sino más bien, se refleja en intencionar vivir la vida, dándole espacio a lo que realmente nos importa.

Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud plantea que “la lentitud no es una invitación a hacer todo a paso de tortuga, sino a hacerlo a la velocidad adecuada”. Esta idea desafía la cultura del multitasking, popularizada en los 70, que en estricto rigor, no existe como tal, pues si bien el cerebro humano puede cambiar de atención rápidamente entre tareas, no puede realizarlas de manera simultánea. Andar lento invita a disfrutar cada momento, cultivando una relación más profunda con nosotros mismos pero también con el entorno.

Las mujeres, en particular, solemos enfrentarnos a una doble carga: por un lado cumplir con las expectativas profesionales y, por otro, las expectativas personales, que nos empujan a correr constantemente.

Por lo tanto, decidir andar lento se convierte en un acto de resistencia, pero también de autocuidado. Este enfoque no sólo desafía las narrativas que nos convencen de que hay ser productivos para “caber” en este mundo, sino que también proporciona un espacio para reconectar con lo que sentimos y re mirar cuáles son nuestras prioridades.

Otro autor que se detiene en el arte de demorarse es  Byung-Chul Han, en su ensayo El aroma del tiempo, donde analiza cómo la modernidad cambió nuestra relación con el tiempo, fragmentándolo y acelerándolo. Refiere que la velocidad moderna afecta nuestra capacidad de contemplar la belleza y el significado de la vida y nos hemos vuelto incapaces de experimentar la duración y profundidad del tiempo.

Pero... ¿es tan simple bajar dos cambios? La respuesta es no. Resulta difícil desacelerar también de un tirón, sin embargo, podemos intentar propiciar algunas acciones concretas que nos inspiren a andar lento.

Por ejemplo, hacer el ejercicio de cocinar lento. Preparar la comida desde cero; cortar, picar, cocer, condimentar, disfrutando de cada etapa del proceso. En lugar de enfocarnos en la rapidez, observemos cómo los ingredientes se van transformando.

También, podemos probar incorporando caminatas más conscientes, sin un destino específico, ni una hora de llegada, observando el entorno, respirando profundamente y conectando con lo que aparezca. Este simple acto puede convertirse en una práctica meditativa.

Algo que, a mí me ha funcionado, es planificar mis días con momentos de descanso, no agendar una actividad tras otra. Incorporar pausas conscientes en la rutina diaria nos ayuda a no sobrecargarnos y a mantenernos más en el momento presente. Aprender a priorizar lo esencial es clave para evitar la sobrecarga. Decir “no” es también un acto de autocuidado.

Incorporar rituales como algunos minutos de meditación en nuestro día o tomarnos un café por la mañana con calma, en silencio y sin distracciones, también pueden ayudar a tener un ritmo más lento y saludable.

Por último, podemos probar a  hacer menos, pero con atención y gratitud, nos ayuda a anclarnos en el momento presente y disfrutarlo.

Andar lento no es perder tiempo, sino más bien es una forma de reconectar con lo que estamos siendo y con lo que nos rodea. Es una invitación a vivir de manera plena, significativa y consciente. En un mundo que va a toda velocidad, detenerse es un acto contestatario. ¡Prueba dar un paso hacia la lentitud y descubre cómo cambia tu perspectiva!