Llevo algunos días en Valdivia. Hace años que no viajaba sola, probablemente los mismos que llevo siendo madre. La maternidad se llevó eso que yo disfrutaba tanto y que espero recuperar algún día: el silencio, los libros gordos, las largas caminatas, mi mochila y las vacaciones en cualquier momento del año.
A mis veintitantos agarraba un par de pilchas, unos tarros de atún, unos paquetes de tallarines y tomaba un bus al norte o al sur y partía. Nunca me dio miedo, nunca sentí que por ser mujer y andar sola me podía pasar algo. Mis ganas de conocer otros lugares eran superiores a cualquier advertencia. Por supuesto, que como todas las mujeres, tengo historias de agarrones que no pedí, invitaciones a las que me negué y lugares de los que salí arrancando. Pero sobreviví y ahora pienso que tuve suerte.
Cuando empecé a trabajar y a ganar un poco de plata, mis viajes fueron un poco más cómodos. Pude comprar pasajes en buses semicama, comer en restoranes, optar por la habitación individual con baño privado y según el lugar al que iba podía tomar un tour. Uno solo y muy bien dateado, porque tampoco me alcanzaba para más. En San Pedro de Atacama, tomé el del Salar de Uyuni y cuando pasamos por laguna Colorada en Bolivia lloré porque no podía creer la belleza que veía. Me hice amiga de todos los que iban en el bus: una pareja de italianos, una madre e hija austriacas y 3 brasileros que andaban con chalas y shorts en medio del Altiplano. Tengo fotos con todos ellos. Nunca más he vuelto. Ojalá esa laguna siga llena de flamencos, así tan linda como yo la vi.
Unos años más tarde compré con mis ahorros y con demasiados meses de anticipación unos pasajes en oferta para ir a Europa. Llegué a París después de hacer una escala eterna en Buenos Aires, que me sirvió para vitrinear y echarme cremas caras en el Duty Free y otra escala a las 4 am en Sao Paulo, que me la dormí completa en un sillón a riesgo de quedarme abajo del avión. En total 22 horas de viaje y mi llegada a París con el cuerpo cortado. Me fue a buscar un tío que vive allá hace años y que tiene las paredes de su departamento parisino forradas con fotos de Valparaíso. Me alojó un par de noches, me presentó a sus amigos chilenos y me llevó al teatro a ver una obra que entendí a medias, pero que me pareció bonita igual. Al otro día me fui a Londres.
Estuve viajando casi 2 meses con la misma mochila y las mismas zapatillas. Tomé todos los trenes que pude, fui a conciertos, me compré libros y me los leí varias veces. Vi atardeceres de todos colores (los más lindos en Italia) fui a ciudades en ruinas y otras muy modernas. Comí y caminé no sé cuantos kilómetros. Escuché muchos sonidos nuevos. Me perdí en un tren entre Amsterdam a Hamburgo, porque me quedé dormida escuchando música y cuatro horas más tarde la mujer que cortaba los tickets me despertó gritándome en holandés, porque el tren había llegado a su destino final a cientos de kilómetros de la estación en la que me debería haber bajado para hacer el trasbordo.
Aún así y con todo lo difícil que puede ser, me encanta andar sola. Y eso es porque aunque viajar así parezca una aventura temeraria, no lo es tanto. Uno conoce gente y surgen conversaciones improbables todo el tiempo; en terminales, en trenes, en la fila del baño, en la barra de una fuente de soda. Y muchas veces, con personas que en otras circunstancias uno no hubiera considerado; gente muy mayor, gente haciendo su trabajo, gente sola como uno o como todos, porque viajando me he dado cuenta que aunque nos rodee mucha gente, solos, somos todos.