"Conocí el mundo de las drogas cuando tenía 21 años y estudiaba Educación Parvularia. En ese tiempo fumaba marihuana y me puse a conversar con el tipo al que le compraba pitos. Nos fuimos conociendo y empezamos a carretear y a juntarnos después de clases. Un día me lo encontré en una salsoteca. Él estaba con mucha gente que me presentó, y a partir de ese momento se me abrió una red, principalmente de extranjeros. Un día uno esos tipos me pidió que lo acompañara a buscar unas cosas. Fuimos al terminal y después a almorzar. Ahí supe que las ocho mujeres que estaban con nosotros trabajaban trayendo droga del norte. Todas venían vigiladas por otra chica que estaba a cargo de que no se escaparan. Era un trabajo tranquilo, me dijo, ni siquiera había que tener contacto con ellas, solo mirarlas de lejos. Ellas no debían saber quién era yo. Le pagaban cien mil pesos por cada chica que tuviera a su cargo. Y me ofreció hacerlo. Al principio lo rechacé, pero semanas después le dije que sí. Eso me iba a permitir pagar mis estudios.
Mi primer viaje fue muy tranquilo. Me fui de Santiago a Arica en avión y volví en bus de Arica a Santiago. Cada una de las niñas traía entre tres y tres kilos y medio de cocaína adosada al cuerpo. Pero en el tercer viaje, las cosas se me complicaron cuando una se arrancó en La Serena. Quería quedarse con la droga y venderla por su cuenta. Por primera vez sentí miedo, y eso me hizo pasar todos mis límites. No podía llamar a nadie ni hacer nada más que encontrarla. El terror me llevó a actuar y a moverme por la ciudad por instinto, hasta que la encontré en una residencia. No sé por qué, pero les quité la droga a todas y las mandé a Santiago en buses separados. Y me volví sola a Santiago al día siguiente, con un bolso lleno de droga. Al llegar, me llevaron a un departamento en Santa Isabel y luego a uno en Maipú. Ahí me pusieron seis pistolas en la cabeza, porque pensaron que me había robado todo y me había querido arrancar, pero después de discutir un buen rato, les expliqué lo que había pasado y mostré el bolso. El tipo no lo podía creer. Estaba impresionado de que yo hubiese hecho algo así. Me dijo que lo había salvado y que, en vez de 800 mil pesos, me iba a pagar dos millones.
A partir de ahí, empecé a tener un rol de jefa, escalé muy rápido. Viajaba seis veces al mes y ya no adosábamos la droga al cuerpo, la traíamos en las maletas que yo misma armaba. Empecé también a ir a Bolivia, y como allá la cocaína era más barata, compraba más y la vendía por mi parte. Cuando junté doce millones de pesos, me quise retirar, pero el tipo me dijo que no me fuera. A cambio me ofreció mandarme de ida y de vuelta en avión y que yo allá me encargara solamente de armar las maletas con coca. Así llegué a ser la encargada de la droga que se traía desde Perú.
Me sentía la mejor. Me tenían tan elevada que me motivaba seguir demostrando que era capaz de todo. Ganaba más plata también, y eso me llevó a una vida de muchos lujos. Me quedaba en los mejores hoteles, iba al mall y me gastaba ochocientas lucas sin pensarlo. Carreteaba de lunes a lunes. Tenía muchos amigos con los que me sentía bien en el momento, pero cuando estaba sola, me preguntaba por qué había gastado tanto en ellos. Me lo cuestioné todo. Parecía ser una vida maravillosa, pero en realidad estaba sola. En las tardes partía a la Plaza de Armas, me compraba un pollo, ron o vino y me quedaba ahí hasta la una de la mañana conversando con la gente de la calle, con prostitutas, con ladrones. Eso me relajaba y me hacía sentir tranquila y acompañada.
Tiempo después, me ofrecieron trabajo de secretaria en una peluquería. Ahí sí había mucha droga, mucha. Yo traía mi propia droga y les hacía contactos con más gente que quería vender. No tenía límites, andaba con pistolas y nada me interesaba. Y tenía dos vidas: por una parte, era esta tipa mala y, por otra, era una estudiante tierna, linda, que tenía buenas notas y que le llegaba a comprar desayuno y ropa a los niños de los lugares en que hacía sus prácticas. Eso me aliviaba el corazón.
Un chileno me invitó a armar un laboratorio en Santiago. Necesitábamos doscientos millones. Yo no tenía tanta plata, pero sí los contactos en Perú y Bolivia. Él armó el lugar y yo me conseguí al cocinero y la fórmula para hacer la droga acá. En el primer intento, hicimos tres kilos. Nos demoramos una semana y media. Las chicas del instituto me empezaron a ver desmotivada y a preocuparse por mí, hasta que una de ellas se contactó con un primo mío para decirle que me veía mal. Él me empezó a seguir hasta que llegó al laboratorio. Rompió y botó todo. Solo pudimos salvar ocho millones. Casi me muero. A esas alturas, la plata que yo había puesto me daba lo mismo, pero tenía que pagar el resto y me comprometí a hacerlo en un mes para salvar la situación. Así llegué a trabajar con tres bandas diferentes y pude pagar los 170 millones que quedé debiendo. No gastaba en nada que no fuera necesario para sobrevivir.
En el último viaje que hice, en el que traía tres kilos de droga y perfumes de Iquique para vender, me entregué a la PDI. Habían pillado a uno de los tipos para los que yo trabajaba y mi teléfono estaba intervenido hacía un mes. Estuve dos años presa, primero en la cárcel de San Joaquín y después en la de San Miguel por asociación ilícita, porte ilegal de armas, lavado de dinero, tráfico y narcotráfico. No sé bien por qué hice todo lo que hice, creo que la adrenalina que se siente me producía mucho placer. Sentía satisfacción al sobrepasar mis propios límites, pero eso me hizo llegar a lugares horribles.
Quedar en libertad fue un cambio importante, y es una decisión que tomo todos los días. Yo podría fácilmente volver a traficar y llenarme de plata, pero no. Empecé de nuevo porque me quiero. Mi casa no es un palacio. Es una casa de personas humildes, que han hecho todo con sacrificio y han salido adelante. No crecí en un entorno de delincuencia, y eso me hizo darme cuenta de que llegar hasta donde llegué fue lo peor. Eso de ser la chora era un personaje, y un personaje muy agotador. Podía comer caviar, pero era mucho más feliz en la plaza comiendo sopaipillas con mostaza. Creo que ese cambio se empezó a ver cuando le tomé valor a las cosas reales, no a lo material.
Mi primer trabajo en libertad fue haciendo aseo en el Costanera Center. Después de pasearme por el mall gastando mucha plata, volví, esta vez a limpiar los baños. Al tiempo me fui a una panadería y mi último trabajo fue hace cuatro años en una empresa de la que me despidieron cuando supieron que había estado presa. Hasta ese momento siempre me las había arreglado para no mostrar mi papel de antecedentes. Di todo en ese último trabajo, y me sentí muy discriminada cuando decidieron echarme.
Viví muchos años con esa mochila en la espalda. He pasado por infinidad de instituciones hasta que llegué a Andalien, donde hicieron una transformación muy importante en mí gracias a un coach y a que aprendí a hacer mosaicos. Gracias a eso hoy me paro a ver la vida desde otro horizonte ya que todas las personas somos iguales. Que la gente con plata lo pasa igual de mal que los que estamos acá abajo. Que en todas las familias hay mentiras, muertes, enfermedades, abusos, violaciones. Que al traficar no solamente le hacía daño a quien me compraban la droga, sino también a sus familias y a la mía. Hoy tengo una perspectiva de la vida diferente, y eso me hace vivir más liviana. Me quiero y me valoro porque estoy bien, porque estoy viva.
No tengo trabajo, pero sé que puedo hacer cosas para ganarme la vida, tengo las herramientas. Muchos creen que la plata traficando es fácil, pero no lo es, porque pierdes límites, pierdes amor, pierdes familia, pierdes redes. Yo estando presa tenía teléfono, pero no tenía a quién llamar porque nadie quería saber de mí. Hoy puedo decir que sí, estuve presa, le hice un daño a la sociedad, pero eso ya pasó. Hoy me paro con la frente en alto, reconozco mi error y soy capaz de decir que soy otra Ann".