Hace un tiempo era impensable decir “renuncio, me voy a mi casa”. Para muchos era una locura dejar un trabajo estable, entretenido y con un ingreso fijo a la deriva. Pero hoy, a un año y medio del encierro, la historia es otra. Después de más 16 años trabajando como periodista en distintas áreas y luego de 7 años en una empresa que adoraba –que incluso me contrató con 4 meses de embarazo-, decidí dar un paso al costado e irme a mi casa a cuidar a mis hijos y a preocuparme un poco más de mí.

Y es que cuando una se lleva el trabajo a la casa, es literal. No sólo te llevas los pendientes y la falsa idea de sentarte tranquila en el computador a resolver tus responsabilidades, también te llevas el “mood laboral” y todo lo que conlleva una oficina. Porque si bien en un principio me gustaba ver como mi marido y mis hijos me veían en acción frente a los clientes –lo que me hacía sentir como una mujer y mamá muy empoderada y creativa, y así entregarles un buen ejemplo– había otras veces en que ellos veían esa versión de trabajadora que una no quiere que entre a la casa: frustrada, enojona, malas pulgas e incluso, gritona y mala onda. Al menos esa versión mía no es la que les quiero transmitir. Esa es la otra mamá que me guardo para las cuatro paredes de la oficina con mis compañeros mayores de edad, no para niños de 3 y 6 años que acostumbran a verme más alegre y cien por ciento disponible.

Para mí todo se resume en que no decidí ser mamá y trabajadora en pandemia. Simplemente no se puede por salud mental. Cuando decidí tener hijos era porque justamente yo seguiría con mi tiempo y mi carrera de forma paralela a la maternidad y cuando llegara a la casa, estaría ciento por ciento enfocada en ellos. Pero mezclar las cosas, no. A mí al menos no me sirvió o no lo supe resolver. Porque a pesar de que mi marido siempre ha estado presente y nos dividimos todo en la casa, habían días que él debía salir a trabajar o que mis hijos sólo querían estar arriba mío y del teclado del computador. Para nadie es sano estar en tres o cuatro reuniones diarias, tratando de concentrarse con un niño de dos años y medio que está dejando los pañales y una hija que está aprendiendo a leer y escribir online, y que me necesita a su lado. Esa dualidad sacó lo peor de mí y me convirtió en una mamá enojona pidiendo silencio a cada rato a niños pequeños que solo querían jugar.

Agradezco que hoy puedo hacer esto; que tengo un seguro de cesantía que no cobro hace tiempo y que existen los retiros de los 10% para poder sobrevivir un rato hasta trazar mi nuevo rumbo, sin embargo, estoy consciente que varias mamás están en la misma que yo y no pueden, o no se atreven a hacerlo. De hecho, lo que más me llamó la atención cuando les contaba a mis amigas sobre mi decisión, fue escucharlas desesperadas porque también querían hacer lo mismo, que no daban más, que ellas también querían parar un poco la máquina para estar realmente en la casa y no ser un holograma de mamá.

Esta no es la primera vez que salto al vacío sin un plan trazado, ya veremos lo que depara el destino. Hoy creo que los proyectos hay que ir viéndolos de a poco y con calma, pero sin quedarse con las ganas, hoy hay que tratar de seguir las corazonadas con buenas decisiones. “Por si acaso se acaba el mundo”.

Alejandra Pumarino tiene 39 años y es periodista.