“Hace poco mi hija de dos años tuvo un accidente doméstico muy básico que le sacó un diente de raíz. Ocurrió en mis narices, rodeada de niños y adultos, en una actividad festiva que yo misma organicé y que terminó con sangre y llantos. Así, de un momento a otro, de risas todo se volvió caos, con un diente en el suelo, un hoyo profundo en su boca y también una angustia en mi pecho; no pude hacer nada, no la pude proteger.
En este caso fue un diente, algo estético, algo que dentro de unos años se va a reparar naturalmente con la salida del definitivo, pero abrió un portal inmenso dentro de mí donde se alojó la angustia de saber que haga lo que haga, no la podré proteger, no puedo mantenerla a salvo de la vida que palpita en ella, de las aventuras, del riesgo, del goce y sus consecuencias.
Entonces me pregunté mil veces si se supone que mi deber o misión con ella es amarla y cuidarla, ¿cómo puedo protegerla de la vida?, ¿cómo puedo protegerla de su experiencia con el mundo? ¿de las miles de enfermedades, de los millones de posibles accidentes, de los dolores, de las penas, de las injusticias, de la muerte? ¿Cómo dejarla vivir y no llenarla de miedos? ¿Cómo darle seguridad sin sobreprotegerla?, ¿cómo la cubro y no le tapo el sol al mismo tiempo?
El mandato de la protección es como una trampa que se nos pone como madres, o que nos imponemos, al darnos una tarea que no podremos nunca alcanzar. Y así también es nuestra propia existencia, porque finalmente de eso se trata, de inventarnos certezas. Nacemos y solo sabemos que moriremos. Por eso, sólo podemos tener una experiencia grata en este tránsito precisamente olvidando (y casi bloqueando) esa certeza, disfrutando el ahora, entregándonos al caos, confiando y amando. Pensar que ‘las cosas pasan por algo’, ‘todo es un aprendizaje’, ‘la vida es ahora’, ‘pudo haber sido peor’ y todas esas cosas que pueden parecer elevadas, que tienen que ver con abandonar el miedo paralizante y aceptar que somos algo pasajero.
Esas frases me reconfortaban un poco, me parecen ideas hermosas, pero soy madre, y puedo decir que no me interesa ser más elevada, ni adquirir una sabiduría milenaria ni nada que signifique aceptar que mi hija está en peligro permanente.
Quédense con las palabras, yo me quedo con ella entera.
Y así vuelvo al inicio y a un loop de contradicciones entre ideas de aceptar, soltar, confiar, y las del miedo profundo de que mañana, en un rato o en unos años, tenga que enfrentar que a mi hija le pase algo malo. El miedo al descontrol es parte de la maternidad, tenemos una persona a cargo, no es fácil lidiar con el sinsentido de la vida y sus sorpresas.
No me queda más que volver entonces a la pregunta inicial, se supone que mi deber o misión con mi hija es amarla y cuidarla, pero ¿cómo puedo protegerla de la vida? Dejando que viva, porque no puedo hacer nada más. Prefiero quedarme con la primera parte, mi misión de amarla. Ese es el camino de la certeza, construir un camino para amarla incondicionalmente y tal cual es. Esa es mi seguridad y el piso que puede sostenernos”.
Sol es ilustradora y tiene 37 años.