Quererme después de los treinta
Tenía 12 años cuando vi a Javier por primera vez. Estábamos en una micro, volviendo del colegio, y yo me fijé en el lunar de su mejilla. Estaba conversando con sus amigos y yo, sentada junto a mi papá, trataba de dilucidar lo que hablaban. Supe por esa conversación que se llamaba Javier. Él nunca me vio, pero yo no me olvidé de él.
Lo volví a ver dos años después, cuando teníamos 14, en una junta de amigos. Yo me acordaba perfecto de su cara y seguía igual de fascinada con su sonrisa y su lunar. Me acerqué a él con intenciones de hablar y para que pudiera, finalmente, conocerme. Él no tenía idea que yo ya lo había visto aquella vez y que, desde entonces, no había dejado de pensar en él. Esa noche hablamos y en poco tiempo nos volvimos muy compañeros. Empezamos a juntarnos seguido y su hermana mayor, incluso, asumió un rol de hermana conmigo; mis padres trabajaban todo el día y yo estaba siempre sola, por lo que pasé a ser una integrante más de su familia, quienes se preocuparon de acompañarme en los horarios después del colegio. Recién a los 18, cuatro años después de habernos conocido, él me dijo que estaba enamorado de mí. Yo lo estaba desde hace mucho tiempo.
Desde ese minuto en adelante todo pasó muy rápido. Nos pusimos a pololear –a mí me brillaban los ojos cada vez que lo veía, igual que cuando lo vi esa primera vez entre todos los pasajeros de la micro– y a los 23, siendo aun muy jóvenes, nos casamos. Pensándolo bien, creo que ese fue el primer error. No habíamos tenido experiencias previas, ninguno de los dos había pololeado antes y nos casamos siendo vírgenes. Ahora no se lo recomendaría a nadie, pero en ese entonces no tenía cómo saber que las cosas terminarían tan mal con él.
Cuando nos casamos Javier empezó a mostrar su verdadera personalidad. Se volvió, de un día para el otro, una persona muy dominante, posesiva y manipuladora. Yo, por mi lado, nunca había estado con otra persona y creía –lo creí por mucho tiempo– que no habría nada ni nadie más en este mundo para mí. Ocho años después de casarnos pude darme cuenta que eso no era cierto, y que es posible reinventarse desde cero, incluso aferrándose de la nada misma. Puede sonar aterrador, y para mí lo fue, pero más aterrador es no darse la oportunidad de intentarlo.
La primera vez que puse en duda nuestra dinámica de relación fue cuando teníamos 19 años. Yo quería entrar a la universidad de Concepción y sacar una carrera pero él me dijo que de hacerlo, me dejaría. Yo era muy estudiosa y aspiraba a ser una profesional. Lo más probable es que me hubiese ido muy bien y que, inevitablemente, se me hubiese abierto un mundo nuevo. Él debió haber tenido miedo que eso me iba a apartar de él. Yo no lo quería perder, y no me sentía capaz de enfrentarlo, pero fue la primera vez que sentí que uno de mis sueños se vio imposibilitado por mi relación. No me atreví a decírselo y decidí, en cambio, entrar a un instituto técnico y estudiar secretaría, algo que implicaría menos tiempo, menos dedicación y más posibilidades de estar con él.
Fueron pasando los años y nuestra relación se volvió cada vez más tortuosa. Discutíamos, nos alejamos de nuestro entorno y nos refugiamos en un mundo hermético en el que solo estábamos nosotros dos y nuestra lógica de a dos. En ese tiempo yo empecé a compararme con otras parejas y me di cuenta que no todas eran así. Sé que compararse no es lo ideal, pero darme cuenta que habían otros tipos de relaciones -mucho más colaborativas, en las que las necesidades de ambos se toman en cuenta- me salvó la vida, porque ahí supe que él no era compañero. Esas fueron, creo, las primeras señales de que algo iba mal. Hasta que un día pasó lo inesperado. Fuimos a Bolivia de vacaciones y Javier se empezó a sentir muy mareado y débil. Se nos acercó una turista y nos dijo que era común, y que muchos no sobrevivían las alturas del país. Ese comentario, por más desubicado, fue el que me hizo despertar de un letargo prolongado. ¿Qué haría yo si Javier moría? ¿Cómo iba a sobrevivir? Hasta el minuto dependía de él en todo ámbito de mi vida, tanto económico como emocional, y si me quedaba sola habían pocas posibilidades de salir adelante. Darme cuenta de eso marcó un antes y un después; tenía que encontrar una forma de quererme y protegerme a mí misma, porque si no seguiría dependiendo de él por el resto de mi vida.
Volvimos de ese viaje y todo cambió. Yo empecé a mirarlo con otros ojos y, si bien no me atrevía a terminar, me sentí capaz por primera vez de considerarlo como una opción. Ya no estaba igual de enamorada y cegada como lo había estado hasta entonces, y pude hablarle y decirle las cosas que sentía sin miedo. Le conté que estaba aburrida de su poco compañerismo y de sus formas manipuladoras. Le conté que me sentía presionada, que estaba agotada y que necesitaba un compañero y él no lo estaba siendo. Me sentí cómoda, por primera vez, siendo yo. Y le propuse, por último, que salváramos el romanticismo que quedaba. Pero la verdad es que yo me estaba sintiendo cada vez más sola. Al poco tiempo supe que esta no era una manera sana de vivir la vida.
Ocho años después de casarnos, y 14 años después de empezar a pololear, tomamos la decisión de separarnos. Él no quiso a primeras, y yo le planteé, en marzo del año pasado, que pidiéramos un cese de convivencia de mutuo acuerdo. Eso nos iba a dar la posibilidad de tener un año para hacer los trámites del divorcio. Fue aterrador, pero ya estaba convencida de que mi vida junto a él sería desgastante y no había vuelta atrás. Nos fuimos, entonces, a vivir a la casa de nuestros padres cada uno respectivamente. Los míos no me recibieron a brazos abiertos, porque eran y siguen siendo muy conservadores y religiosos, y la opción de separarse era lo peor, aun tomando en cuenta mi sufrimiento. No voy a negar que esos primeros meses lo pasé muy mal. Me sentí juzgada por mi familia por un lado, y por otro, totalmente confundida con respecto a lo que sería mi vida de ahí en adelante. ¿Qué hacía yo ahora sin él? ¿Cómo seguía mi vida? Sentía que lo necesitaba incluso para que me dijera qué hacer ahora que estábamos separados. No sabía ni si debía comer o no, cosas tan cotidianas como esas. Pero todas las situaciones tortuosas en la vida te obligan a tomar una decisión: o te das por vencida o dices 'me gustaría ver cómo salgo delante de esta situación'. Opté por la segunda.
Llevo dos años y medio separada y he aprendido muchísimas cosas. No voy a mentir, cuando sientes que te abandona tu esposo, tus papás te juzgan y solo te recibe una prima que apenas conoces –con otras cinco personas en la casa–, te replanteas tu vida y te das cuenta que te tienes que reinventar con suma urgencia. Te agarras de la nada misma para salir adelante. De hecho, lo primero que hice cuando me separé de manera definitiva fue meterme a cursos de Excel, de contabilidad, de auto maquillaje, de imagen personal, y de todo lo que podía levantarme el autoestima y mantener mi mente ocupada. Di paso así a un gran aprendizaje enfocado en el cuidado personal; me hice limpiezas faciales, empecé a armar mi propia rutina y leí mucho. Diría que aprendí a cuidarme a la fuerza, impulsada también por las ganas de que no se me notara en la cara lo mal que me estaba sintiendo. Por primera vez Javier vio que yo estaba ocupada y que ya no me podía decir qué hacer. Una vez me rogó que volviéramos, y me pidió disculpas por sus actitudes, pero fue muy tarde. Yo era una persona nueva y estaba aprendiendo a vivir de cero. Creo igual que si me hubiese dicho 'tengo una casa para los dos, voy a cambiar, vámonos juntos', yo me hubiese ido. Pero ya era difícil negar que nuestra relación era tortuosa, intensa y poco sana para los dos. Agradezco no haberlo hecho.
En este tiempo –en el que también he perdido a muchos amigos que no supieron cómo reaccionar frente a la separación con Javier– he aprendido a estar conmigo misma. Más adelante, me gustaría me gustaría intentar tener otra pareja, pero siento que si aun no he madurado emocional y afectivamente, no puedo estar en una relación. Por eso, primero me quiero priorizar a mí, rearmar mi vida y descubrir todas las posibilidades. Empecé un proceso de terapia que ha sido clave y me he refugiado en personas como mi primo y un par de amigas, que me acompañan en el proceso. Si pudiera estudiar más, lo haría, de hecho siempre estoy tratando de perfeccionarme y profesionalizarme, todas cosas que no pude hacer antes. Sé que aun hay mucho por trabajar, pero por lo menos ya puedo identificar debilidades y también estar consiente de mis virtudes. Hoy por hoy me miro al espejo y me gusta lo que veo, no necesito que alguien me lo diga. Y por eso quiero asegurarme de ser mejor persona, para nunca más volver a depender de otro.
Natalie Núñez tiene 34 y es bibliotecaria.
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