Amar el cuerpo

amar el cuerpo paula



“La primera vez que tomé conciencia de mi peso fue cuando tenía 11 años. Me acuerdo que, en esa época, yo tenía mucha ansiedad por las noches y me iba a comer a la cocina cuando nadie me veía. Sacaba cereales, pan, queso, sobras de la cena y lo que encontrara. Creo que sabía que había algo que no estaba bien, porque ni siquiera disfrutaba ese “festín”; pero no fue hasta que escuché a mis papás que tomé conciencia.

Era un día de semana, tipo 00.30 hrs. Yo iba saliendo de mi pieza en dirección a la cocina y me percaté de que mi papá discutía con mi mamá. Le decía que me dijera algo para que yo parara de comer de esa manera, porque estaba engordando. Quedé helada. Entré a mi pieza, me levanté la polera y me miré al espejo: efectivamente mi cuerpo estaba cambiando.

Como era una niña, este comentario solo creó una angustia mayor en mí y me hizo comer con más fuerza. Me había dolido profundamente, pero nunca les dije que los escuché.

Cuando tenía 13 años, ya estaba sobre mi peso “ideal”. No era obesa, pero sí gorda. Me acomplejaba, lógicamente, sobre todo por lo que decían los hombres de mí. Me hundí en un hoyo en relación a mi físico. Tenía el autoestima por el piso, me costaba mirarme al espejo por varios minutos. El “lado bueno”, si es que así podemos decirle, es que tenía una amiga que me entendía perfectamente y que pasaba por lo mismo que yo. De hecho, solíamos mandarnos atracones juntas. Comíamos como si el mundo se fuese a acabar al día siguiente y necesitáramos dosis brutales de energía para enfrentar el apocalipsis.

Una vez, ya por el año 2012, mis compañeras me inscribieron para que corriera la posta en las alianzas del colegio. Yo siempre había sido muy buena para correr, de hecho, de las mejores de mi curso. No era muy rápida, pero sí muy resistente. Ese día me presenté en la cancha lista para el desafío y, mientras corría, se me levantó la polera. Los hombres de un curso más arriba que el mío lo notaron y aprovecharon la instancia para burlarse de mí. “La Ponda, la Ponda, la Ponda”, me decían cantando, imitando el movimiento de mis rollos.

Yo sabía lo que pasaba a mi alrededor, pero me resultaba tan doloroso que preferí obviarlo. Nunca lo dije en voz alta, ni siquiera a mi mamá. Tampoco lo quise hablar en terapia. Era tan hiriente que decirlo solo lo haría más real. Ya no existiría solo en mi mente, sería un hecho.

Luego pasó lo de mi papá y mis prioridades cambiaron. Sabía que, en comparación a lo que había pasado, ser gorda no importaba en lo más mínimo. En esa época iba al gimnasio regularmente, porque me encantaba correr y poco a poco se volvió parte más importante de mi vida. Corría y me olvidaba de todo, mi respiración agitada me hacía sentir viva, me hacía tomar conciencia de lo increíble que era mi cuerpo. Mi cuerpo gordo, maltratado por los demás y por mí, corría rápido, constante. Como si en cada kilómetro fuera dejando atrás los comentarios hirientes.

A los 20 años ya era flaca. Lo había conseguido sin proponérmelo realmente. Me había enamorado por primera vez y había abandonado mi círculo del colegio, para entrar en uno al que no le interesaba el físico. Daba lo mismo si eras gorda, flaca, blanca, morena, peluda o lampiña. Solo importaba que fueras buena onda.

En ese entonces, tenía una rutina que me encantaba: iba a la universidad de lunes a viernes, caminaba por las calles de Santiago Centro, iba al gimnasio en la tarde y llegaba a mi casa a ducharme, comer la rica comida que me esperaba y acostarme en mi suave cama blanca. Era feliz y lo sabía. Me miraba al espejo y me gustaba. De verdad, no tenía noción de cuándo había sido que había perdido esos 20 kg. Pero pasó.

Ese pololeo se terminó y me volví a reencontrar con la gente de mi colegio. Para ellos, yo ahora era otra persona. Ahora merecía respeto, ahora sí era “rica” y por tanto digna de mirar, de pertenecer.

Me piropeaban, me decían que cómo lo había logrado, que estaba linda, atractiva. En mi familia también me decían lo mismo. Cada vez que iba a algún lugar, los comentarios se repetían: “qué onda lo flaca que estás. Qué onda tu cintura. Te ves muy linda”.

No importaba lo buena alumna que era en la universidad, lo bien que escribía mis reportajes, lo resiliente que había sido con todo lo que había pasado. Parecía ser que mi mérito más importante era el peso que había bajado.

Poco a poco, esos comentarios penetraron muy fuertemente en mi mente. Empecé a tener pesadillas constantes: soñaba que, de repente, la talla de mis pantalones había cambiado. Ya no era 34, ahora era 44. Ya no me decían que era rica, había vuelto a ser la gorda de siempre.

Me despertaba angustiada, pero me miraba al espejo y me tranquilizaba: “sigo siendo flaca, menos mal”.

Este cambio brusco de mentalidad hizo estragos en mí. Me volví obsesiva, empecé a hacer deporte sin disfrutarlo y a contar cada caloría. Si iba a tomar alcohol, no comía ese día, porque, obviamente, había que compensar esas calorías. Si comía fruta, no podía ser plátano, demasiado denso. Si comía ensalada, idealmente sin palta, porque “engordaba”.

Y así me la pasé por un año, hasta que caí nuevamente en los atracones. Llegaba a mi casa, me metía al refrigerador, sacaba un montón de cosas y me iba a comer a mi pieza. Me escondía porque, si alguien me hubiese visto, hubiera notado que algo estaba muy mal en mí. Y cómo no, si comía hasta el punto de llorar. Llegué a consumir hasta 6 mil calorías de un solo atracón. Y no es exageración.

Lógicamente, comencé a engordar. Mi peor pesadilla se había hecho realidad. Los pantalones ya no me quedaban igual y los top que usaba antes ya no me hacían la misma facha. Me miraba al espejo y lloraba en silencio. Mi niña herida de 13 años había regresado. La habían invocado, en realidad, y yo lo permití.

En medio de este torbellino de emociones, empezó la pandemia. Parte de mí se alegró, porque ahora podía esconderme en mi casa sin ver a nadie y me ahorraría los comentarios hirientes sobre mi físico. Podía engordar en paz. Podía atracarme tranquila.

La pandemia me la pasé comiendo y, cuando se hablaba de levantar las restricciones, me moría de miedo. No quería que la gente me viera.

Hasta que llegó el día, el maldito día en que me volví a reunir con mis compañeros de colegio. Me sentía en pánico. No quería escuchar comentarios que sabía que iban a hacerme daño, pero fue inevitable. “Nos hemos subido unos cuantos kilitos, ¿o no?”, me dijo uno. “Te veo más gordita, Pondita”, me dijo otro.

Así pasaron los meses, hasta que me puse a pololear nuevamente. Un día, mi pololo me sugirió que hiciéramos dieta, que estábamos comiendo un poco mal. Me quedé helada y decidí que era la oportunidad perfecta para contarle a alguien, por primera vez, todo lo que había sufrido. Todo lo que había pasado y cómo había comenzado. Para eso, tenía que escarbar en mi mente, en los recuerdos dolorosos que estoy relatando, y abrirme como nunca lo había hecho.

Le dije todo y lo entendió y, lo más importante: lo entendí yo. Abracé a la Pondita del colegio, esa que sufría en silencio, y le dije que ya se había acabado. Por fin era libre. Podía contestar esos comentarios hirientes, podía hacer callar a esa gente. Podía decirles que no importaba cuánto pesara, mientras mi relación con mi cuerpo, el deporte y la comida fuese sana, no había nado malo en mí.

Ahora corro porque me gusta y no cuento las calorías. Los comentarios negativos no me duelen como antes y, cuando los escucho, los hago callar. “Qué old school comentar del cuerpo ajeno”, digo tajantemente. Y es verdad que es de vieja escuela, de mi vieja escuela. De esa que me dio muchos buenos momentos, pero también me hizo sufrir. De esa que recuerdo con melancolía, pero también con susto.

Hoy en día me siento bien conmigo misma, mucho mejor de lo que me sentía cuando era flaca. Me veo al espejo y no me atemoriza; por el contrario, me siento linda. Qué gratificante es darte cuenta de que la lucha terminó. Obviamente quedan vestigios de ella, pero muy mínimos e insignificantes.

Y así fue como evolucioné. Pasé de no poder hablar de esto por más de 12 años, a escribirlo en un papel. Me liberé, me rebelé. Qué lindo se siente. No sabía si iba a ser capaz de publicar esto, pero me acordé de que nadie se arrepiente de ser valiente, y menos yo”.

Florencia Dinamarca tiene 26 años y es periodista.

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