Conocí a Francisca en los pasillos del Carmela Carvajal, cuando apenas éramos unas niñas. Nuestra amistad creció al igual que nosotras en medio de la confusión de la adolescencia, a pesar de nuestras diferencias y lo distinta que éramos. Yo navegaba por ese mar de dudas propio de la juventud y un sentimiento extraño comenzó a germinar en mi interior. Era un amor tímido y confuso, que crecía en la sombra de nuestra amistad. No sabía si el sentimiento era mutuo, hasta aquella tarde de viernes en el Teatro Carrera, bajo la penumbra de la sala y buena música, nuestros ojos se encontraron y todo cambió; la distancia que nos separaba se desvaneció, y supe con certeza que lo que sentía era recíproco.
Ese fue el inicio de una relación intensa, propia de la adolescencia. Pero las inseguridades de esos años me pasaron la cuenta, y la culpa de nuestra ruptura recayó en mí. Cuarto medio marcó el fin de una etapa. Salimos del colegio y nuestras vidas siguieron caminos diferentes, aunque inicialmente fuimos a la misma universidad.
Los años pasaron pero su imagen permaneció intacta en mi memoria. Ninguna otra relación logró llenar el vacío que dejó Francisca, sin embargo, repetía en mi cabeza: “nadie conoce al amor de su vida a los 12 años”.
El miedo al rechazo me paralizó por mucho tiempo, pero finalmente, impulsada por una fuerza inexplicable, decidí buscarla. Y ahí estaba ella, al otro lado de la pantalla en Twitter, con esa misma chispa que me había cautivado años atrás. Las horas se desvanecían mientras nos sumergíamos en conversaciones algunas profundas y otras irrelevantes, reviviendo nuestra conexión y descubriendo que el amor que habíamos sentido en la adolescencia no solo había sobrevivido al paso del tiempo, sino que se había transformado en algo aún más profundo y significativo.
Después vino todo el tema de salir del clóset. Nuevamente la de los errores fui yo, pero esta vez la cosa era de verdad y aunque me tomó más tiempo del que me gustaría, o del que me enorgullece decir, lo hice. Por fin podríamos vivir nuestra relación libremente, sin tener que escondernos, y sin los rollos propios de la adolescencia.
Pero nuestra vida cambió radicalmente la madrugada del 25 de agosto de 2023. Un aneurisma silencioso nos arrebató la tranquilidad. La posibilidad de perder a Francisca, de nuevo, se cernía sobre mí como una sombra oscura. El dolor de la pérdida era insoportable. Maldecía cada segundo perdido, cada oportunidad desaprovechada.
Con apenas 34 años, la viudez se convirtió en una amenaza que me abrumaba. El mundo no podía ser así de injusto con nosotras, no entendía cómo el mundo seguía girando, cómo la gente podía seguir viviendo sus vidas. Francisca pasó cerca de un mes en coma y cuando ya estábamos perdiendo la esperanza de que despertara, lo hizo. Un milagro.
Reconocer a Francisca en esta nueva realidad ha sido un proceso lento y doloroso. Las secuelas del aneurisma han dejado una huella profunda, limitando sus capacidades de una manera que nunca imaginé. La mujer inteligente y vibrante que conocí, ahora enfrenta desafíos cognitivos. La Francisca que tengo hoy es diferente, pero no menos hermosa, su corazón sigue latiendo con la misma intensidad.
Efectivamente nadie conoce al amor de su vida a los 12 años, pero yo he tenido la suerte de conocerlo varias veces, y siempre ha sido Francisca.
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* Natalia es lectora de Paula y nos compartió su historia a través del mail hola@paula.cl. Si como ella tienes una historia que compartir ¡escríbenos!